Felicidad de la buena

Aquellos momentos íntimos y familiares, un poco pedestres y nada «cool», eran felicidad de la buena

Miguel Ángel Robles

Me refiero a la felicidad que casi puede sentirse en la boca del estómago, lo contrario al fingimiento y a ese tipo de goce para el alarde al que parece abocarnos la sociedad digital, donde el disfrute se retransmite en directo y la diversión es exposición y viceversa. No, esa alegría de la que hablo no es impostada, no necesita enseñarse ni tiene intención alguna de aparentar. Es tan alérgica al selfie como a cualquier estorbo que se interponga en su camino. Muy al contrario, es una satisfacción tan absorbente, tan íntimamente gozosa, que no solo se basta a sí misma sino que le molesta cualquier interrupción. Felicidad de la buena es un pleonasmo, pero un pleonasmo necesario en el mundo infeliz de la simulación de la felicidad.

Felicidad de la buena es una pertinente redundancia que nos retrotrae a la infancia y a la edad de la inconsciencia. Eran las tardes de los sábados frente al televisor viendo MacGyver o cualquiera de las series que echaban entonces. Felicidad de la buena era la que sentía al llegar el viernes del colegio y estirarme en el sofá frente a un programa cultural que conducía el periodista Manuel Hidalgo: el tiempo adquiría desde ese momento una cualidad diferente, otra espesura, más densa y relajada. Felicidad de la buena era el olor de las batatas asándose en el horno cuando avanzaba el otoño. Y eran las peleas de los domingos por la tarde en la cama de mi padre: los tres hermanos contra él en aquel ring acolchonado y sin cuerdas donde desfogábamos antes de volver a la rutina escolar.

Felicidad de la buena era el mediodía de los domingos, y toda la familia reunida en el salón tomando unas tapas que siempre acababan suplantando al almuerzo. Felicidad de la buena eran todas las tardes junto a mi madre, cuando se quedaba dormida tomándome las lecciones y, al acabar, yo de recitarlas y ella de salir del sueño, me decía que me las sabía estupendamente. Felicidad de la buena eran todas las visitas a casa de mis abuelos, en la calle Pajaritos, y la enorme terraza con vistas a la Giralda y a San Isidoro, donde jugábamos al fútbol con un balón que nos fabricábamos con papel de periódico dentro de una bolsa de plástico fuertemente anudada. Felicidad de la buena eran los periódicos atrasados que me encontraba allí, perfectamente compilados en el pie de una máquina de coser Singer a la que mi abuela ya no daba uso.

Felicidad de la buena era todo eso, entonces no lo sabía, o no me daba cuenta, pero hoy lo sé con absoluta certeza. Era mi hermana cuando empezaba la carrera de medicina y me cogía como modelo de anatomía para estudiar (estaba entonces tan canijo que era perfecto para ser explorado). Y mi otra hermana, cuando nos llevaba en el simca mil al aeroclub de Tablada a echar el día de verano. Eran las tortas de aceite traídas de casa que tomábamos como merienda, y las tardes densas de junio con mi primo Jesús, recién iniciadas las vacaciones, jugando en los descampados que había cerca de casa, o en los campos de albero de San Benito. Era ese momento de llegar a casa completamente sediento, casi siempre con algún desollón en la rodilla, y beberme un vaso de agua fría que en ese momento no cambiaba por todo el oro del mundo.

Aquellos momentos íntimos y familiares, un poco pedestres y nada cool, eran felicidad de la buena. Como luego lo fueron, de adulto, otros similares. Las veladas interminables con los amigos. Regresar a casa y ver a tus hijos pequeños salir disparados a la puerta para darte la bienvenida como si acabara de llegar una estrella de la televisión (o de Internet). Ir al colegio a las tutorías y que los profesores te feliciten por cómo son. Saltar con ellos las olas los días en que el mar está más encrespado. Salir con mi mujer a pasear los domingos antes de desayunar. Las tardes de vacaciones leyendo junto a ella. Las cenas de los sábados con ella. Cualquier tiempo con ella.

Mi mujer, mis hijos, mi familia. Los amigos. Las felicitaciones por el trabajo bien hecho. Son la felicidad de la buena. Me ha gustado mucho esta expresión, que una conocida crema de cacao usó hace poco para anunciarse. Y por eso la he cogido prestada para este artículo. Hoy se habla tanto (y tan en vano) de la felicidad que nos olvidamos de practicarla. Ya lo dice el viejo refrán: «dime de qué presumes y te diré de qué careces». La gran paradoja de nuestro tiempo es que presumimos constantemente de estar contentos y sin embargo nos sentimos mucho más vacíos de que lo que se sintieron nuestros padres. Podríamos decir que la felicidad, como concepto, ha muerto de éxito. Pero lo terrible es que no solo está muriendo semánticamente. Lo terrible es que está extinguiéndose realmente y desapareciendo de nuestras vidas.

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