Fama póstuma
Sabemos más del héroe de Vietnam estadounidense que del ministro español de la Presidencia
Muere Alfonso Osorio y en los telediarios y en los periódicos digitales, el senador estadounidense por Arizona John McCain se lleva más espacio. Sabemos más del héroe de Vietnam, prisionero de guerra torturado y luego candidato republicano derrotado por Obama hace diez años, que del ministro español de la Presidencia y uno de los impulsores de la Transición con plena lealtad a la Corona. Despreciamos nuestra historia a brochazos, como quien enjalbega una pared con cal muerta, para que cada lapso de tiempo los caliches se nos caigan encima y, si puede ser, descalabren preferiblemente a los adversarios políticos. Cuanto se recordará de él en este país de amnésicos funcionales es que deliberó en la mesa del consejo de ministros del Pardo y de ahí ya no lo sacará nadie nunca. Así se pagan los servicios prestados a la democracia. Qué pena. Osorio, uno de esos tipos indispensables en la vida política española hasta hace cuarenta años, ha cometido el error (involuntario, hay que precisar en su descargo) de morirse demasiado viejo como para que nadie honre su memoria de hombre moderado convencido de la monarquía parlamentaria.
Al arquitecto sevillano Antonio González Cordón, sin embargo, le ha sucedido todo lo contrario. Hacía tiempo que no me enteraba de un óbito por el periódico de papel, pero en su caso fue así exactamente. Lo que tienen las vacaciones y los teléfonos desconectados. Y antes era mucho peor: estuve sin enterarme de la desaparición de Luis Rosales varios meses. Ahora, a lo más que llega la desinformación es a varias horas.
Un par de días antes de lo de González Cordón me había sucedido eso mismo con el escritor Vicente Verdú y luego me ha vuelto a suceder con el novelista Jesús Torbado y con Lindsay Kemp. ¡Vaya racha! De González Cordón recuerdo, sobre todo, un edificio suyo que nunca llegó a construirse. Era un rascacielos tan modestito que no le hubiera hecho ni cosquillas a las nubes. Se iba a situar en la plaza de Armas, justo donde hoy se levanta un centro comercial que aprovechó la cimentación que se había hecho, pero en los años 90 del pasado siglo el peso de la opinión pública era capaz de tumbar proyectos arquitectónicos con argumentos que luego, visto el rascacielos levantado quinientos metros más allás en la isla de la Cartuja, resultan, con la perspectiva que da el tiempo, candorosos. González Cordón se ha muerto relativamente joven con el sambenito de la fachada de la calle Santander colgado a la espalda como una grotesca broma pesada del destino.
Son los muertos de agosto, esa leva que en muchos casos pasa inadvertida y a los que, ni siquiera, les alcanza la fama póstuma de la que hablaba Larra. Hasta con eso hemos acabado.