LA TRIBU
Escapada
Si a la casa llega como loco los viernes y se va triste los lunes, quince o veinte días de vacaciones allí, le recauchutan la vida
Se venía julio encima ofreciéndome cuarenta días de descanso , y recuerdo que escribí que me quedaría a veranear en mi casa, el país que menos disfrutaba en verano. Tenía, además, buen techo, buena sombra vegetal, piscina, besos de la marea por las tardes, bebidas frías, despensa cercana y bien surtida, cama hecha a mi descanso, y, a cinco o diez minutos, todo lo que necesitaba para que el verano me resultara un oasis: supermercados, tiendas, negocios de congelados, almacenes de frutas frescas y a buen precio… Y, cerca, el campo, y en el campo, la luz que ya me conocía como un perro criado por mi mano. Y el río, y los cerros donde nace el día y el lubricán manda sus últimas cartas de oro.
Tengo un amigo que las vacaciones las disfruta donde quisiera pasar todos los días de su vida y el trabajo no le permite más que un día o dos a la semana. Me dice que en cuanto le echa el cerrojo al trabajo, se escapa a su íntimo país, a su casa lejos de su otra casa, a la apetecida soledad de los días de luz y lectura , reflexión y convivencia, ora con la familia, ora con algunos amigos. No tiene más despertador que el cuerpo que ya está harto de dormir —«me levanto a la mejor hora: cuando me despierto»—, y se va a la cama cuando ya no puede más , cuando los ojos se le cierran, aunque quisiera quedarse mirando el cielo cuajado de estrellas, la infinitud de la noche, o seguir embebido en una lectura que lo enamore, lo seduzca, lo atrape.
Una copa a la hora que se le apetece, con la tapita que se le antoja; una cena organizada para unos íntimos, un chapuzón sin precio en la piscina —aunque casi coja el mar con la mano—, un pescado al horno, una velada con la familia o una fiesta —sin escándalo, por favor— con amigos especiales. Se escapa a lo que vive semanalmente. Es una escapada interior. Me dice, y lo creo, que esta otra casa suya es otra cuando la vive en verano. Dice que durante el resto del año no deja de parecerle un hotel amigo de fines de semana. Necesita el tiempo, todo el tiempo, para sentir suyo todo lo que vive allí desde que se levanta hasta que se acuesta. Me dice que, como extraordinario, a lo mejor viaja un día a algún sitio cercano, pero vuelve pronto a la vida de pantalón corto, chanclas, polo o camisa y libertad de movimientos, libre de reloj la muñeca y de citas la agenda. Dice que si a la casa llega como loco los viernes y se va triste los lunes, quince o veinte días de vacaciones allí, le recauchutan la vida. «No salgo de allí y estoy más lejos de mi mundo diario que cualquiera del suyo, aunque se vaya a la selva.» Se escapa a sí mismo. Y es ahí donde se encuentra.