LA TRIBU
Los de entonces
«No hay nadie donde aquella mujer vendía altramuces, higos chumbos… Las niñas de entonces son ahora abuelas»
Eran días de tempranos amaneceres y de mañanas largas, de dura jornada en el campo o de disfrute de vacaciones, según el chaval; de ir al casino a jugarse un pierdepaga al billar, o un futbolín y, como quien acelera violentamente una moto, medio destrozar jugadores de plomos; de ver pasar el tiempo sentados en un malecón a la sombra, o de enfilar las sendas que bajaban al río, aquel lujo contra el calor; y horas espesas, sordas y lentas, esperando a que pasara la siesta que, tras la marea, diera a la primera luz del paseo, aquel paseo por el que caminábamos a ver si veíamos a la niña que nos encandilaba. Sobretardes de quiosco y garbancitos tostados, de la mitad de un corte de helado —perfecto triángulo del deseo cremoso— o de un polo de nieve que te afeminara el color de la boca. Eran noches de cine o de banco de la plaza, de poyete o de guateque en alguna azotea, algún patio, allí donde el amor —o lo que creíamos amor— tenía nervios de punteo de guitarra y un azucarado sabor a Mirinda. Es posible que la otra noche, bailando, estuvieras con Lola, o que un trago de Casera caliente te supiera a sorbito de champán, o aprendieras, por Los Bravos, que, en inglés, negro se dice black.
Has venido a pasar unos días de vacaciones a tu lugar de nacencia, donde tienes tu adolescencia escrita con puntos suspensivos y tu juventud con distantes puntos y aparte; has venido desde muy lejos a pasar un día, «a echar el día y volverme a la noche», porque ya es de otro la casa de tus padres, que ya no viven, y no están o no te reconocen amigos de hace medio siglo. Y, muy desanimado, me dices: «Hay que ver lo que ha cambiado todo: no está el quiosco en la plaza; los casinos se han transformado y, como escapados de una canción de Sabina, uno es un banco, otro un edificio oficial, otro un almacén… No hay puestos de frutas y verduras en los zaguanes. No hay paseo y en su lugar pasan motos y coches. Nadie se baña en el río. No hay forma de comprar un corte de helado, ni hay nadie donde aquella mujer vendía altramuces, higos chumbos y agua fresca… Las niñas de entonces son ahora abuelas, muchas de ellas muy descuidadas…» Hablas como si te hubieses conservado chaval y hubieses ido viendo los cambios de todos y de todo. Y no te vieras a ti, como si tú te hubieses mantenido embalsamado en el aire. Es una pena, amigo, que nunca leyeras a Neruda: «Puedo escribir los versos más triste esta noche… Como para acercarla mi mirada la busca. / Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. / La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. / Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.»