La emoción del arte
«Sevilla es una ciudad profundamente emocional, un día nos enamora, y al siguiente sentimos que es arisca»
El arte es emoción o no es nada. La noche estaba propicia para la conversación que fluye entre los amigos. La plaza abierta a los veladores, los niños jugando como pájaros que no son conscientes del vuelo que les da la vida, ese rumor del verano cuando se apacigua el día y el frescor nos envuelve como una mano amorosa. Los amigos van de un pintor a otro, de Velázquez a Rembrandt, de la magia inexplicable de Pollock a la frialdad de los academicistas. Al final llegan al punto de partida, al momento en que el asombro les hirió las retinas cuando eran jóvenes, niños o adolescentes, y todo estaba por descubrir. Cuando la mirada era tan pura como el agua que brotaba del manantial que nace de la curiosidad, del ansia por conocer y por sentir. Desde entonces están tocados por esa afición que es más que una vocación: es una forma de vivir y de sentir el mundo.
Sevilla es una ciudad profundamente emocional. No se explica con teoremas ni algoritmos. Se la quiere o se la odia. Todo o nada. Un día nos enamora, y al siguiente sentimos que es una ciudad arisca, distante, fría. Como el arte. Exactamente igual. Por eso no entendemos la razón última de los sentimientos que provoca. Solo puede explicarlos la razón de amor según Pedro Salinas, el poeta que dejó su simiente en los versos del poeta más emocional que ha dado la ciudad: Cernuda. Razón de amor es una paradoja colosal, pero ahí está encerrada la verdad de la vida cuando se vive de forma verdadera. Y no es un retruécano barroco. En esa razón de amor está la mirada de Rembrandt cuando nos busca desesperadamente en sus autorretratos para sobrevivir a la muerte en nuestra mirada. Para trascender a lo único que le importa al artista: el paso del tiempo.
Velázquez dejó clavada en el alfiler del instante a la musa que lo enamoró. Nos vuelve la espalda en esa sala de la National Gallery donde está lo mejor de la pintura sevillana. Recostada sobre la negra sábana del tiempo, la Venus velazqueña vence a la carcoma de los días en la eternidad del arte. Y nos emociona. Como los golpes de pintura de Van Gogh, lúcido hasta el extremo de la misma locura que afecta a Don Quijote. Lucidez amarga en la carcajada de Quevedo. Luz dorada en los versos de contenida plenitud que nos dejó Garcilaso. Y la sugerencia de lo mínimo, de lo indispensable, en la pintura de Turner y en la poesía de Bécquer, en los nenúfares de Monet que flotan en los cuadros de la Orangerie o en los lienzos líquidos y horizontales de Giverny. Emoción en los jardines de la infancia y en la ternura maternal de Murillo: todo se mezcla para que el Todo sea Uno antes de que todo sea la Nada.
Sí, el arte es la emoción que provoca la pena amarilla de Tomás Pavón en la ligazón de una soleá del Mellizo, el trueno medido de Beethoven en esos acordes que son el acorde. El arte es el temblor que queda después de la última nota, de la palabra postrera, de la memoria que dejan Mesa o Montañés cuando Dios nos vuelve la cara y se aleja en el silencio clamoroso de San Juan de la Cruz. El arte es como Sevilla. O es emoción, o no es nada.