LA FERIA DE LAS VANIDADES

Elogio del genio

Al escuchar a Juan Diego Flórez se venían a la cabeza las pinceladas ligerísimas de Velázquez como un aria recitada por abajo

Francisco Robles

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Escuchar a Juan Diego Flórez, uno de los mejores tenores del mundo, es reconocer el genio allí donde se encuentra. No nos estamos refiriendo a la calidad artística, sino a algo más sublime y más profundo al mismo tiempo. El genio es lo inefable, eso que los flamencos llamamos el ángel o el duende, el pellizco que duele por dentro y nos vivifica por fuera. El genio no está oculto en ninguna lámpara: el genio es la lámpara que alumbra la tiniebla en la que nos sumergieron cuando vimos la luz y su reverso, que es la sombra. El genio puede con todo y no puede con la muerte. Provoca la catarsis que nos libera por un momento de la angustia que nos acompaña como una compañera fiel que jamás nos abandonará. Y nos dibuja esa sonrisa que está compuesta por la felicidad y la alegría.

Corren malos tiempos para los genios. La mediocridad ha tomado el mando y no consiente que nadie destaque. Los que estábamos en el sevillano teatro de la Maestranza sabíamos que nos encontrábamos ante una voz divina y humana al mismo tiempo, pegada al poder telúrico de la tierra y al no sé qué de lo angelical. Esa voz llena el escenario y el corazón, recorre la historia de la ópera desde Mozart hasta Puccini, pasando por la belleza sin límites de Massenet. Asciende al do de pecho y llora con la furtiva lágrima que nace del paradójico manantial sereno de la emoción. Porque el arte es emoción o no es nada. Y la belleza será convulsa o no será.

El populismo imperante no soporta a los genios, a los artistas que sobresalen, a los científicos que brillan, a los empresarios que triunfan. Quieren gobernar a la masa domesticada y comprada con rentas básicas que les permitan vivir sin trabajar. No hay mejor manera de ahogar al genio antes de que desarrolle sus potencialidades. Porque el genio no lo es porque sí, sino porque trabaja más que nadie, ensaya más que nadie, investiga más que nadie, emprende más que nadie. La inteligencia, cuando se detiene, ya no es inteligencia. Y el genio lo sabe. Por eso el tenor no para de ensayar, de estudiar, de meterse en los papeles de la ópera o de cantar el folklore de su sangre con una guitarra en las manos.

Al escuchar a Juan Diego Flórez se venían a la cabeza las pinceladas ligerísimas de Velázquez como un aria recitada por abajo. O los versos musicales, leves como arpa de nieve, que Bécquer fue reescribiendo hace un siglo y medio cuando las turbas de la Gloriosa quemaron sus Rimas. Al escuchar al tenor veíamos los nenúfares de Monet y el mármol indultado por la mano maestra de Miguel Ángel. Escuchábamos la gracia de Lope, la amargura de Quevedo, la suprema y dolorida inteligencia de Cervantes. En esa voz están las pasiones de Shakespeare y la luz imposible de Turner. Porque el genio sopla, como el Espíritu, allí donde quiere o se le antoja. Y quien recibe ese don no es consciente de lo que tiene. En ese caso moriría aplastado por el peso de la responsabilidad o del conocimiento. Todo genio es inconsciente. Como el tenor que después de la actuación se tomó un tinto con el resto de los mortales como si tal cosa. Sin necesidad de colarse en un besamanos para que le digan los demás lo que no le dice el espejo.

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