Te echo tanto de menos

Esto va por el hombre que me enseñó a escribir, que murió sin saber leer

Alberto García Reyes

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Te echo tanto de menos al abrir mi memoria... La niñez, bien doblada, guardo aún en las cajas donde tengo tus cosas: tu sombrero y tu tiempo. Me dejaste en herencia sólo aquellas dos joyas: el olor de tu pelo y un reloj de pulsera que mantiene el tictac de tus horas en mí; un oído sin pilas que escuchaba el silencio por las rajas del cante; la cabeza cubierta y las huellas al aire; la afición a escuchar esos oles sin eco que proclaman los ojos cuando llueve por dentro; una voz sin metal y una queja callada; un metrónomo viejo con el ritmo oxidado que le ha puesto compás a tu ausencia conmigo.

Te echo tanto de menos al tocar el bordón... He cantado fandangos con mis lágrimas rotas diluviando en la curva del amor de mi infancia y he sentido el alivio de saber que el arpegio que solías pedirme es un soplo de viento de la misma madera que ha arraigado en tu lápida: de ciprés es tu sombra, de ciprés mi guitarra. Y en la nota dormida que vivió entre las cuerdas hay un grito perdido que acarician mis manos cada vez que en mi cuarto acompaño el quejido de tu copla final. ¿Qué hora es ya?, me pregunto. Y el reloj me contesta, sin perder su cadencia, que es la hora sin ti.

Te echo tanto de menos al rezar con tu voz... Las plegarias antiguas que al andar por el campo me enseñaste a decir todavía resuenan en mis cuatro paredes cuando quiero pedirle al Señor cualquier cosa. Padre nuestro que estás... ¿Dónde estás, sangre mía? ¿Dónde has puesto el olor que dejaste prendido en el beso que llevo escondido en el alma? ¿Dónde tienes el sueño que colgaste en mi cruz al hablarme de Dios los dos solos: tú y Él? ¿Cuándo al fin rezaremos otra vez tú y yo juntos? El reloj que me diste nunca tiene respuesta.

Te echo tanto de menos al llenar tus vacíos... No sabías leer ni escribir. Y eras sabio. Me dejabas tus cartas: «Léemelas», me decías. Yo leía despacio cobijado en tus ojos y llorabas, abuelo. ¿Crees que nunca lo vi? Tú llorabas, lo sé, porque aquellas palabras que el papel custodiaba no valían la pena si no estaban escritas por mis labios de niño. Tú llorabas al ver que aquel raro acertijo que jamás resolviste yo podía entenderlo. Y ahora soy yo quien lloro comprendiendo tu llanto. Todo aquello que sé lo aprendí de tu ejemplo. Te lo escribo por eso: porque tú no pudiste escribirme jamás. Va por ti, mi maestro. Cada letra que trazo es tu amor manuscrito por tu propia muñeca, la que tuvo el reloj que acompasa mis versos.

Te echo tanto de menos al jugar con mis hijos... Han pasado los años y el sombrero conserva tu fragancia de pueblo. Me lo pongo y te vivo, me lo quito y me muero. Pero así es el destino: le doy cuerda a tu tiempo porque ansío leerte esta carta que he escrito en la luz del olvido mientras digo tu nombre cuando juego con ellos. El reloj que me diste cronometra mi sangre: un segundo, una vida, lo fugaz y lo eterno. Y al volver al principio, las manillas y yo siempre hablamos de ti. Te echo tanto de menos...

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación