Francisco Robles - NO DO

Donde habita la esperanza

FRANCISCO ROBLES

Recado de escribir para Alberto García Reyes, pregonero de la Esperanza

Donde habita la Esperanza, en los vastos confines de la aurora, donde tú sólo seas memoria de un niño nazareno de Dos Hermanas. Un niño que lleva en la palma de la mano —la herramienta de tu oficio— la misma sangre de Reyes que estrangulaba, por seguiriyas, la yugular de Manuel Torre. La sangre diluida en las venas desesperadas del Carbonerillo, la sangre que brota del torrente de Pastora, de la melancolía remansada de Tomás Pavón.

Donde habita la Esperanza, en ese lugar sin tiempo, en ese tiempo sin relojes, en ese reloj que se detendrá en tu pecho cuando te mire con sus ojos grandes y te escuche con el Silencio de Dios. Porque la Esperanza es ese Silencio universal del miedo —Luis Rosales— al que nos agarramos cuando el clavo del Cachorro arde, como una mariquilla de fuego, en la mano de la madre que agarra la de su hijo.

En esa región donde el rostro mejor perfilado del amor, Ángel visible, esconderá como acero en tu pecho su ala, sonriendo levemente mientras crece el tormento en su pecho. El tormento que persigue a la Muchacha que todos los días cumple los diecinueve para no dejar por embustero a su poeta de cámara, al que la busca incesantemente porque es la Única que puede aliviarlo por dentro: Joaquín Caro Romero. Allí, en el mar sin olas de la basílica, terminará este afán que te persigue cuando escribes a imagen suya, sometiendo tu vida a la Vida, sin más horizonte que otros ojos frente a frente: los ojos grandes que te cuidarán desde lo más alto, porque en ese templo serás el niño que escucha, puro asombro, el crujido que anuncia el parto que cambió la Historia.

Donde penas y dichas son mucho más que nombres: cielo y tierra nativos en torno de un Consuelo que en su nombre alcanza su forma más exacta. Donde al fin quedarás libre sin saberlo tú mismo, disuelto en niebla, en esta niebla de octubre que me acompaña como si fuera la mejor metáfora de la fe que allí es de terciopelo y esparadrapo, de bordados y radiografías, de plata y bisturí, de palio y de quirófano, de camarín y cama de hospital. Ausencia leve como carne de niño. Recuérdalo cada vez que abras el plumier donde guardas el lápiz afilado por el sacapuntas de la inocencia. Sólo se puede escribir sobre la Esperanza con ese carboncillo que te prestará el Cisquero. Negro sobre blanco. Romperás el coágulo del Silencio que allí cristaliza como se rompen las camisas, todavía, los que escucharon la saeta del Torre a Jesús de la Sentencia. Y los galgos, callados.

Donde habita la Esperanza. Con la forma certera del verbo en indicativo. Sin el subjuntivo del verso que Bécquer le prestó a Cernuda: donde habite el olvido. No. En esa basílica que está en la esquina de la calle que la ciudad le dedicó al poeta del barrio de San Lorenzo no hay olvidos que valgan. Y ten presente algo muy importante. Los macarenos no te han elegido. Ellos saben, mejor que nadie, que son unos simples intermediarios.

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