LA TRIBU

Días crudos

Tu padre, en el campo, empujado por la obligación, aprovechaba las más cálidas horas de luz sin sol visible

Dos ancianas pasean por las callejuelas de Córdoba VALERIO MERINO
Antonio García Barbeito

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Si acaso, en la calle, el aire prohibido de los carnavales guardaba memoria de un paganismo de máscaras y disfraces que se quedaron —menos mal— en un resumen de bambas, aquellos columpios de soga que pasaron a las vigas de los tinahones y a las ramas horizontales de algunos árboles híbridos entre el caserío y los primeros pasos del campo, que si una morera, un olivo, un árbol del paraíso. Bambas y coplas de bamba para que febrero no muriera del todo clavado sin fiesta en la cruda cruz de los días fríos. Así que, antes de que la tarde obligara a cuerda de presos de frío desde los corrales a la casa, los chiquillos levantaban la vida con coplillas, algunas de ellas, poéticas—»La niña que está en la bamba / quiere subir hasta el cielo, / para coger una estrella / y ponérsela en el pelo.» —; otras, divertidas: —«La niña que está en la bamba / debería de bajarse, / que es hora de que le jaga / los mandaos a su madre.»—, pero fuera de eso no había festivo más que en el encerrado aire de los casinos y en las casas donde la copa de cisco se convertía en la más buscada fuerza centrípeta, un meneón —una firma—, un repeluco, cartones para evitar cabrillas y la falda subida hasta los hombros. Y tertulia. Fuera, el día, crudo como almendra blanca y lechosa.

Por esos días pasaban hombres del campo, gente de la labor y el pastoreo. Y algunas mujeres a la escarda de la remolacha. Entre ellos, gente de espárragos y lindes. Y todos, todos, a la casa, antes de que los lobos de la sobretarde mordieran aun con el rabo. Fiesta, ninguna. Ni casamiento ni bautizo. Si un doble de campanas recrudecía el aire, gorigori, llantos, entierro, luto y silencio. Y de nuevo el aire crudo dominaba el lugar. Tu padre, en el campo, empujado por la obligación, aprovechaba las más cálidas horas de luz sin sol visible, miraba la tierra, el horizonte, la alameda, la fronda del río, y, con lástima en la voz, te decía: «A ver si pasan ya estos días crudos, hijo…» No lo decía cuando un temporal enjaulaba la luz como a un asustado pájaro perdiz, ni cuando una helada blanqueaba los cerros del perdido —qué pena— Camino de Zaragoza, ni siquiera si el solano se pasaba tres días abofeteando tierras abertales. Lo decía, siempre, por febrero, en días así, crudos días que no daban para más, si no era echarse a esperar. Sin que tú lo supieras, por esas tierras o por tierras hermanas había hombres que escribían la vida, tan cruda, sin que todos lo consideraran una labor profunda, enorme, bellísima, inacabable. Murieron Grosso y Requena, y, como luz a ti más cercana, ayer murió De la Rosa. Ahora sí que son crudos los días…

Días crudos

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