#Deporlistos
Hace poco conocí a un atleta de élite, bastante laureado, que estaba preparando el Embrunman, el ironman más exigente del mundo. Tendríais que ver la cara que puso cuando le pregunté por Josef Ajram, el politatuado atleta, amén de bróker y de autor de bestsellers de autoayuda. «No termina ni una carrera», dijo, sonriendo. «Pero se ha montado un buen tinglado».
También, hace algún tiempo, tuve ocasión de asistir a un speech de David Meca, el famoso nadador caído en desgracia por la nandrolona que se convirtió más tarde en especialista en grandes desafíos con un punto esperpéntico. Un compañero que había sufrido sus charlas motivacionales me lo había advertido: «Ya verás: en el momento de enseñar las medallas siempre se pone a llorar. Puro teatro». Y era cierto: lloraba de manera tan convincente que a punto estuve también de hacerlo yo.
No hay duda de que Nadal es el mejor deportista de nuestra historia, pero no sé qué pintaba hace unos días reclamando la convocatoria de elecciones. De ahí a postularse como presidenciable hay sólo un paso. En este sentido, Ronaldo me parece mucho más coherente: fuera del campo, lugar donde desparrama su talento, sólo se comunica con gritos de primate.
Auspiciado por la retórica emocional e investido por la dudosa legitimidad del share y de los millones de followers, el deportista muta de héroe a filósofo. Me ha extrañado mucho, en ese sentido, que Sánchez no haya nombrado ministro a ningún deportista; supongo que pensaría que sobraba con él mismo.
Conviene recordarlo ahora que se acercan momentos de euforia balompédica: a los deportistas nos gusta verlos jugar y sobre todo ganar. Pero cuando pretenden rebasar el terreno de juego, nuestro maltrecho aparato intelectual entra en barrena. Me temo que ahí perdemos todos.
