Quemar los días
Nada sin ellos
Es la primavera de los ancianos florecidos: que estén de vuelta es una bendición

La fiesta de la primavera está en contemplar de qué modo todo crece y de repente se vuelve bello: los grupos de adolescentes vocingleros y felices, ansiosos por comerse el mundo; las mujeres que van desprendiéndose de ropa, y por primera vez muestran su piel ... desnuda al sol tras los rigores del invierno; el azahar de los naranjos amargos, aromatizando virulentamente el ambiente; los propios días, que se vuelven más largos, como si también dieran el estirón adolescente, regalándonos más horas de bendita luz.
Este año, sin embargo, la primavera parece revertir su lógica. Están todas esas cosas, claro, pero los que más brillan son los ancianos. En los paseos vespertinos hasta casa de regreso del trabajo, compruebo con emoción cómo las calles, las avenidas, los parques, se pueblan de personas mayores, que por fin le pierden el miedo a salir. Sin ningún rigor, hice un pequeño recuento el otro día y me crucé con más de una treintena, solos, en pareja, acompañados por sus cuidadores, sentados en las terrazas, tomando el sol en los bancos. Sevilla vuelve a llenarse de ancianos, y es como si la primavera también se hubiera vacunado y le florecieran hermosas arrugas, pieles ajadas pero con ganas de vivir, sonrisas de dentaduras postizas y miradas con cataratas que se reconcilian con la palabra futuro, después de superar por fin el miedo.
Mi suegra ya ha recibido su primera dosis. A mis padres todavía no los han llamado: siguen a la espera. Lo harán pronto, les tranquilizo, y todo esto va a empezar a cambiar. A mi suegra le han agenciado una silla de ruedas, y ahora por fin puede salir por las tardes a dar un paseo. A mis padres no les hace falta, aunque todavía se sienten temerosos. Pero va a llegar enseguida el momento en que pierdan el miedo, y también paseen, pisen las aceras, se detengan en medio de la calle para charlar con un conocido, o bien para sermonear a un niño que les molesta con la pelota, o simplemente para formar parte del paisaje urbano.
Porque este paisaje estaba incompleto sin ellos, nuestros mayores. Las ciudades los necesitan, son parte de nuestro ecosistema. Han pasado demasiado tiempo escondidos, arrinconados, silenciados incluso. En una sociedad como la nuestra que desprecia lo viejo, el coronavirus había supuesto la puntilla: habíamos arrebatado a los ancianos lo único que les quedaba, la calle. A ellos, precisamente, que fueron quienes las crearon, porque como nos han repetido muchas veces, «antes todo esto era campo». Sin los ancianos perdemos la memoria, nuestra conexión con la genealogía. Una ciudad sin mayores es un árbol sin raíces, o lo que es lo mismo, sin arraigo. Hasta las obras urbanas se sentían huérfanas, porque no había ancianos apostados junto a las vallas que las contemplaran.
Es su primavera, la de nuestros mayores florecidos. Que estén de vuelta es una bendición. No somos nada sin ellos.
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