#DoñaMari
La miro a los ojos y, a pesar de la edad, distingo su antiguo brillo. Siempre estuvo allí
Pregunto por ella en recepción y enseguida la encuentro: está nada más entrar en el salón. La peluquera de la residencia la ha puesto muy guapa. Luce un flamante cabello blanco, casi azul, muy bien peinado. Me alegra encontrarla tan bien, a pesar de que ... ahora, desde que se rompió la pelvis, necesita un andador.
La miro a los ojos y, a pesar de la edad, distingo su antiguo brillo. Siempre estuvo allí, cuando yo tenía ocho años, y me enseñó a leer y a escribir. Pero mucho más que eso: supo transformar al niño rabioso y acomplejado que fui en algo parecido a alguien de provecho. Mientras me enseña la residencia, va saludando a todos los internos. No ha perdido la costumbre de hablar por los codos, y le cuenta a todos nuestra historia: ella fue mi profesora de primaria, me ayudó a convertir la palabra en mi escudo y mi arma, supo reconocer que en la escritura, como en otros alumnos los números, podía estar mi futuro. Lo que soy como juntapalabras se lo debo a ella.
Observo a los residentes desplegados por el comedor. «Estoy bien aquí. Es como un hotel», me explica. Y es una fantástica residencia, pero no puedo dejar de pensar que realmente este no es el sitio ni de Doña Mari ni de ningún anciano: a todos ellos les debemos lo que somos, son nuestro patrimonio y nuestra memoria, quienes nos han construido como personas y nos han convertido en ciudadanos. No deberían estar en residencias de ancianos, sino en templos. Porque son nuestras iglesias.
Doña Mari siempre será mi maestra. Pero más bien fue una jardinera: nos regó paciente, audazmente, eliminando las malas hierbas, evitando que nos truncáramos. Muchos estamos en deuda con ella. Nos toca ahora a nosotros ejercer de jardineros, regando con ahínco su memoria. Que nunca se pierda.
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