LA TRIBU

Curso de placer

Los pecados de ayer ya no son pecados para casi nadie, y aun algunos de ellos son considerados virtudes

El sacramento de la confesión IGNACIO GIL
Antonio García Barbeito

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Estar en Gracia de Dios era muy hermoso, pero duraba muy poco y costaba mucho, hasta llegar a ese instante. El confesionario era un fielato en el que, para pasar a la fila de la comunión, había que vaciar la mercancía de pecados que nos sonaban dentro, bien por propia voluntad, bien por indicación del cura. «Ave María purísima…» Ya habíamos dado los pasos, casi cantados, para una buena confesión: «Examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda, decirle los pecados al confesor y cumplir la penitencia.» Hubieras preferido que todo lo resolviera el «Yo, pecador» y aquel «…que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión… Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…» No, eso no valía; había que levantar los fondos del carro de las culpas y decir: «He robado ciruelas en lo de Milagros…», «He desobedecido a mi madre…», «Me he peleado con dos amigos…» Y el más gordo, el que comentabais los amiguillos en el porche, cuando ya fuera de todos los deberes de la confesión, si ya tenías edad de andar tocándote y te habías tocado: «¿Te ha preguntado si has hecho cochinales…?» Un mundo, aquel «cochinales». Tres credos, tres Avemarías, tres Padrenuestro, de rodillas, ante el sagrario. «Ego te absolvo…»

Te lo perdiste, quillo. Los pecados de ayer ya no son pecados para casi nadie, y aun algunos de ellos son considerados virtudes. Así andamos. Tú, que celebraste la validez de la confesión general, aquella en la que valía un íntimo arrepentimiento para ir a comulgar, porque para ti era muy duro contarle al cura lo que tú no querías más que confesarle a Dios, hoy, me dices, ya no sabes si se nos fue la mano permitiendo, porque si no, ¿a qué viene este desmadre de cursos que subvenciona la Junta y que están orientados a que aprendamos a masturbarnos, como si la solución no la hubiésemos tenido toda la vida a mano —¡y tan a mano!—, sin necesidad de manuales escritos, como si el proporcionarse placer, solo o acompañado, fuera algo así como montar un ropero de Ikea. Por esos pueblos y barrios de capital llenos de pecados desnudos de chiquillos de los cincuenta y los sesenta, hay más pericia en conseguir el placer que en todos los escritos. Y, además, sin el mal gusto del curso ese de la manita y la cremita, el tío de pelos como un jabalí viejo y los puntos suspensivos que ya sabemos con qué se rellenan… Y en la cuaresma. Algunos no saben cómo ofender o cómo provocar. Y parte de nuestros impuestos, para cursos así. Y callamos. ¿Cremita y empujes con mi dinero? Que se las avíen como siempre. Y el que quiera darse más gusto, que se refriegue por una tapia sin enfoscar.

antoniogbarbeito@gmail.com

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