Cuidado con el turista
El denostado turista soporta la burla del nativo mientras recorre las calles que esos enamorados de Sevilla han dejado desiertas
Nada mejor que viajar para comprender al denostado turista, objeto de moda por parte del indígena que se cree amo y señor de la ciudad donde ha nacido… o ni siquiera eso. En la nuestra hay más de un sevillanito de adopción que imparte lecciones de sevillanía en cuanto pasa un año desde su llegada a la ciudad. Pontifica sobre la forma de andar los pasos, sobre los horarios de la Feria o las costumbres que se han perdido con el tiempo. Como si ellos las hubieran vivido en el barrio donde se instalaron hace un par de años…
El denostado turista tiene que soportar la burla del nativo mientras recorre las calles que esos enamorados de Sevilla han dejado solas, desiertas, abandonadas. Que si ese pantalón corto de corte playero, que si esos pantalones piratas la mar de apropiados para pescar ranas, que si ese color gamba cocida que luce el eterno portador de la inevitable botella de agua mineral… Todo sirve para meterse con el individuo que le saca las castañas del fuego a hoteleros y hosteleros, a los que venden cremas para proteger la piel del sol y botellines de agua contra la deshidratación. Antes bebíamos agua: ahora nos hidratamos. Para que digan que no avanzamos, oiga.
El turista es el blanco, tirando a rosa langostino, de esas sátiras que prenden en el subconsciente tribal del urbanita. Por eso hay que salir y visitar otras ciudades. Así nos ponemos en la piel del turista y sufrimos esas colas bajo el sol que arde. Ese menosprecio por los guiris que se dejan aquí su parné es propio de análisis psicológico. Incluso psiquiátrico. Porque pone en evidencia el complejo de superioridad que nos aqueja.
Decíamos antier, en plan Fray Luis, que los turistas no pueden convertir las setas en el icono de una ciudad que cuenta los años por siglos, o viceversa. Pero de ahí a considerarlos como un estorbo va un abismo. Fuera aparte la economía, esos turistas que desafían las calores son los que salvan a la ciudad de una soledad que convertiría los fines de semana veraniegos en un vacío indigno de la metrópoli que fue puerto y puerta de las Indias. A la hora de la verdad que marca los cuarenta en los termómetros, los sevillanitos amantes de la ciudad de la gracia nos damos el piro. Salimos corriendo, que es algo propio de cobardes. Y dejamos sola a la ciudad de nuestros amores, que al menos se entretiene con el guiri de las chanclas con calcetines. Así que menos lobos de defensores a ultranza de la Sevilla elegante y ceremoniosa. Y más respeto por el visitante, que tal vez valore lo que tenemos más que nosotros mismos. Aunque confunda el mudéjar con sus pastiches y prefiera la marquetería de las setas a la piedra y el ladrillo que sostienen la historia de la ciudad. Algo, por cierto, muy propio del sevillano novelero que se pirra por la quincalla del costumbrismo recién inventado mientras ignora que aquí se gestó y se cerró el viaje que le dio la vuelta al mundo. Por ejemplo…