El color de la alegría
Nadie da un duro por España. Hace nueve años nos salvó el gol de Iniesta en Sudáfrica. Ahora, ni eso
¿De qué color es la alegría? Se lo peguntaba Luis Rosales, como nos recordó Juan Eslava Galán en su comedido discurso tras recibir el premio Romero Murube. Rosales sigue siendo el poeta de los ojos azules y la casa encendida, el perseguido por esta ... nueva inquisición que echa mano del progreso para imponer sus ideas reaccionarias. Leer a Rosales es hundirse en ese azul marino de su mirada limpia, un punto infantil, incendiada por el deseo y recortada por las tijeras de la experiencia y el desengaño. Rosales se hizo uno de los autorretratos más duros que ha trazado un poeta sobre el espejo de la verdad interior. Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan para morir: así vivió el poeta. Con un exceso de prudencia. Y con la certeza fatal que sirve para hundir el estoque del conocimiento en su desgastado -por falta de desgaste- corazón. Vivió de puntillas, «sabiendo que jamás me he equivocado en nada / sino en las cosas que yo más quería».
Nos cegamos con las proclamas de los políticos que dicen una cosa hoy, y mañana la contraria. Y olvidamos lo que más queremos. Que gobierne la lista más votada, pedía el PP cuando ganaba las elecciones. Hoy pide lo mismo Pedro Sánchez, que quiere que lo voten los adversarios de la malvada derecha después de haber repetido hasta la saciedad el no es no que ahora es sí. Ante este panorama, la mente se atrofia y el entendimiento cae en un sopor del que no puede salir. La inteligencia se oxida como un párrafo de Onetti en El astillero. Los libros, entonces, acuden en auxilio del que teme por sus lecturas, del hombre demediado que Ítalo Calvino imaginó para describir la escisión del hombre contemporáneo que Cernuda definió y poetizó con ese sintagma dual e inapelable: la realidad y el deseo.
A España le pasa lo mismo. Está sumida en una realidad mediocre, reducida a debates internos de políticos de bajo vuelo que no son capaces de pactar. Si ellos estuvieran al frente de los colegios y los hospitales, esto estaría lleno de analfabetos y de enfermos terminales. Dejadles la gestión de una panadería y comeremos pasteles. Colocadlos de mecánicos y chapistas: de pronto se llenarán los cementerios de coches que no tienen arreglo. Menos mal que la sociedad civil sigue funcionando como un reloj, que si no…
¿Cuánto tiempo llevamos sin un Gobierno estable en España? En los informativos de televisión tiene más importancia el calor que hace en julio, como si eso fuera noticia, que la España desbordada que no sabe en qué dirección va. Si es que se mueve en alguna, claro está. Los reproches mutuos impiden el acuerdo. Nadie pacta si los dos no quieren. Así está la filosofía después de Platón, de Kant o de Hegel. Pensamientos diminutos, vulgares, soeces como consignas de sectario. Nadie da un duro por España. Hace nueve años nos salvó el gol de Iniesta en Sudáfrica. Ahora, ni eso. Un ministro del Interior justifica las agresiones físicas o verbales con el argumento de su ideología por delante: como en los totalitarismos del siglo XX. Si esto es el progreso, ¿dónde dejamos la caverna? Rosales no se equivocó jamás en nada. Como las Españas que están tan seguras de ellas mismas. Y se preguntaba -como Cetina en su poema inolvidable- por la sonrisa de esos ojos donde habita el color de la alegría.
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