PÁSALO
La cólera de Adriano
Odió a los judíos tanto como a su esposa, Vibia Sabina, a la que maltrató
La tentación de interpretar, exhibir y escribir la historia al dictado de las claves políticas del tiempo presente, engendra los monstruos más abominables para el conocimiento, despojándola de su vocación científica para dejarla en brazos de esa amante tan infiel y voluble como es la política. En esa tentación caen todos los supuestos historiadores que, en vez de acercarnos, sin prejuicios ni órdenes de la consejería del ramo a una interpretación lo más objetiva posible de los acontecimientos, nos regalan una bizcotela trufada de política rupestre que le provoca ardores a la realidad y al que trata de comérsela sin protector mental. Eso suele ocurrirnos con la exposición dedicada en el Arqueológico al emperador Adriano, ese paisano que con tanto mimo trató a la Bética y con tanto desapego y falta de presupuestos lo celebramos hoy. A Adriano, la mentalidad oficial lo ha convertido en un emperador pacifista, un adelantado de Ghandi, un inspirador de Martin Luther King y un epígono de Mandela. Y Adriano no fue un pacifista. Ni siquiera un precursor lejano del pacifismo. Fue un brillante emperador, un estadista inteligente, un militar convencido y un visionario que intuyó el principio del fin imperial y trató de evitarlo. Y lo evitó.
La tentación no vive arriba. Digan lo que digan Billy Wilder y Marilyn. La tentación de jugar a contar la Historia vive arriba (norte y noreste) y abajo. Donde también la reescribimos según la formación del espíritu nacional imperante. Ya ven el celofán presentista en el que nos quieren envolver al emperador de la barba griega. El pacifismo de Adriano le viene como las gambas a la ensaladilla a un corriente de opinión proyectada desde el poder a todos los ámbitos de la vida: desde el social, el escolar al universitario. Un consejero de Cultura no puede inaugurar una exposición en homenaje a Trajano porque Trajano fue, sobre todo, un brillantísimo militar, quizás un guerrero a no menos altura que Rommel o Patton, llevando a Roma a su orto como potencia imperial. Pero sí se le hace más amable descorrer la cortinilla de una voluntariosa exposición sobre Adriano disfrazado de pacifista, cultureta y buena gente. En Rota se es pacifista; en Caracas se pelea contra el imperialismo.
Adriano no fue un pacifista. Sí un emperador que comprendió que los límites imperiales eran insostenibles. Adriano no fue un cultureta. Fue un enamorado de la cultura griega, pero también de la astrología y de los misterios mágicos eleusinos. Pero sobre todo Adriano fue un guerrero cuando tuvo que demostrarlo. Y solo falta leer la crónica de los acontecimientos de la destrucción de Jerusalén escrita por Dión Cassio. A saber: más de medio millón de judíos exterminados, cincuenta ciudades fortificadas y cerca de mil aldeas destruidas; atacó de raíz la identidad hebrea, causa de los muchos desencuentros con la autoridad de Roma; prohibió la torá, el calendario judío y mandó ejecutar a numerosos rabinos y estudiosos; los rollos sagrados fueron quemados en una ceremonia en el monte del Templo; eliminó la provincia de Judea fusionándola con otras regiones de la provincia Sirio-Palestina para que tomara el nombre de los filisteos, enemigos bíblicos del pueblo de Moisés. Para que no le faltara un perejil al catálogo de humillaciones y limpieza étnica y cultural desplegada por su política y sus legiones, en la puerta principal de la nueva ciudad, Aelia Capitolina, colocó un cerdo de tantas arrobas que no se encuentra hoy ni en las tierras de Jabugo. Odió con tanta fuerza a los judíos como a su esposa, Vibia Sabina, a la que maltrató. No obstante, dicho esto, yo animo a que visiten el museo Arqueológico. Porque la historia no es una lección de buenismo. Y en una exposición como esta, ayuna de presupuesto y larga en voluntarismo, rindamos culto a un grande de la Historia y a un museo que merece toda la suerte política del mundo.