Ciudad gris
Este gris agosto nos ha mostrado esa Sevilla que no sale nunca, esa ciudad anclada en el marasmo
Has vuelto al paisaje de las batallas, a la ciudad que lleva tus heridas en el filo de las esquinas, tus costurones en las cicatrices abiertas de sus calles, tus ansias en la amplitud recortada de sus plazas. Has regresado a la luz primera, o eso creías cuando venías de camino en medio de la madrugada. Te esperaba una mañana gris, pálida como la tristeza modernista de una princesa huérfana de compromiso, harta de halagos. Te encontraste con calles vacías, con turistas desnortados que buscaban el sur en las gradas mientras comían bollería dulce o salada, nada que ver con la solemnidad del tapeo en el altar laico de un mostrador de madera. Ciudad gris, preñada de franquicias que conforman la gallinita de los huevos dorados con que nos mantenemos. Apartamentos turísticos que no molestan en las encuestas. Y un reportaje de este ABC que les pone voz a los que no la tienen.
Ha sido otra vez Amalia F. Lérida, tan fina a la hora de escuchar los verdaderos sonidos de la ciudad del silencio. No es el silencio lírico de los poetas ni de los articulistas, sino el sonido seco de los que no pueden salir a la calle porque no cuentan con un ascensor que los libere de las rendijas que cierran su pisito. Sevillanos encerrados entre cuatro paredes que no pueden disfrutar del día de bochorno ciego, de la temperatura que atrapa la mente y la sumerge en una depresión sin motivo. Ni siquiera pueden gozar de eso. No digamos nada de los días consagrados a la luz, tanto en su versión de estallido primaveral, como en los recoletos atardeceres del otoño.
Este gris de agosto nos ha mostrado esa Sevilla que no sale nunca, esa ciudad anclada en el marasmo de una parálisis que se parece demasiado a la que sufren tantos sevillanos presos de sí mismos, de su enfermedad, de su carencia. Ciudades paralelas en lo general y en lo particular, en lo empresarial y en lo individual. Sevilla no se mueve. Se cae poco a poco, como los árboles que están secos por dentro, y que constituyen una amenaza para el que sí puede salir de su casa. Es cruel que solo se muevan los árboles, tan quietos en su postura torera. Y que lo hagan para caer al suelo con un crujido barroco que se parece al que susurra la caoba cuando llegan las tardes y la madrugada del esplendor.
Tal vez la verdadera Sevilla esté en esos pisos sin ascensor, en esos hules que duelen como el hule donde se desangran los toreros, en esas peinadoras que ya no sienten el temblor de la muchacha que miraba la ilusión en el espejo, en esos cuadros donde las imágenes cobran la vida de quien se deja la mirada en ellas. Tal vez el verdadero cielo de esta ciudad femenina y contradictoria tenga ese color descolorido, esa mezcla de bochorno y de grisalla que esconde el esplendor del azul que luego llegaría por la tarde. Porque Sevilla es eso, una herida que luego siente el beso de la cicatriz dormida. Así es la ciudad que nos coge por donde más nos duele: por el asa sin asas del corazón.