Javier Rubio - CARDO MÁXIMO
Cielo protegido
Aquí en Sevilla, dices que eres conservador del patrimonio y ya de entrada te miran mal
ÉCIJA, ciudad admirable de las altas torres, está decidida a proteger su horizonte. En la llanura del valle del Genil, sus campanarios sobresalen como flechas disparadas al cielo y eso es justamente lo que quieren salvar. Bienaventurados los astigitanos porque de ellos será el reino de los cielos, los mismos que nosotros los sevillanos perdimos hace mucho. Se trata, básicamente, de preservar, mediante una norma que lo catalogue como bien de interés cultural, el horizonte de Écija tal como lo conocemos en la actualidad sin que a ningún iluminado se le ocurra construir superando la altura de las torres que le han dado justa fama. De momento, la iniciativa tiene el respaldo del Ayuntamiento de la ciudad del sol y hasta la Junta la ve con buenos ojos, lo cual ya es garantía porque hasta que la Administración autonómica no guiña, los demás no parpadean. Qué envidia de Écija y de su cielo, no ya protector como el de Paul Bowles, sino protegido a conciencia.
Nada más leer la noticia, a uno le entra una sana envidia de que haya gente preocupada por conservar el paisaje como un elemento cultural digno de protección y salvaguarda. En efecto, la iniciativa ha partido de la propia Écija, sus arqueólogos, sus historiadores y sus enamorados de la línea del horizonte inconfundible que dibujan sus campanarios. Aquí en Sevilla, dices que eres conservador del patrimonio y ya de entrada te miran mal, ¿verdad Joaquín Egea? Y a partir de ahí, si ya te planteas algún tipo de ordenanza que impida fechorías en las fachadas, atracos en las alturas o bandidajes con las alineaciones, entonces directamente pasas a convertirte en el enemigo público número uno de la ciudad, una especie de mala hierba que hay que exterminar desde la raíz para que no inficcione a otros posibles enamorados de la conservación patrimonial. ¿Sociedad civil? No me hagan reír, se le hace el vacío social, se le aísla convenientemente y se le deja que pegue voces en el desierto como el Bautista, a ser posible vestido con la misma piel de camello y alimentándose de langostas, que ya los demás afines se repartirán las subvenciones.
Lo que ocurre es que después de la envidia sana por los ecijanos y su loable empeño, el estado de opinión muta al de enfado sordo. No ya porque aquí en Sevilla a nadie le ha dado por aplicar algo así que asegurara la primacía de su primer campanario –la Turris Fortisima convertida además en icono de la ciudad y reclamo de marca, con lo que vale eso–, sino que durante las tres últimas décadas han estado conspirando para lograr eso que llamaban de forma cursi «romper el techo de la Giralda». Y no pararon hasta que lo rompieron: ahí están el pilono del puente de Calatrava, inservible desde el punto de vista funcional; y el mamotreto del rascacielos de la Cartuja, innecesario desde cualquier punto de vista. Y nadie ha perdido perdón por el dislate ni se ha sentido abochornado, sino que todavía andan por ahí perdonándonos la vida a los que suspiramos por Écija y sus hermosas torres.