MEMORIA DE DICIEMBRE
Caldo
La Navidad, que es memoria de ausencias, también en la mesa tiene su manera de recordarnos el tiempo que es
Si en la tribu hay un olor que va de la mano del sabor por los días de diciembre, es el llamado hojaldre, aunque sea lo menos parecido a un dulce de hojas. Es el olor que duerme despierto en los cajones y que acompaña, con tanta humildad como categoría, cualquier copa de licor de la Navidad. O solo. O con café. Está ahí, en la primera vez de la memoria de la repostería, cuasi como un Nacimiento de harina, manteca, azúcar, anís… Pero si la Nochebuena de aquella memoria de la tribu, de mi memoria, ha de quedarse con algo en las manos, algo a orillas del paladar, esa noche no hay nada que le haga sombra al plato rey que humea desde entonces, como un amago de géiser, en la meseta de la mesa de la cena de Nochebuena: un buen caldo.
Las mujeres de la tribu buscaban pechugas de buenas gallinas, y también un muslo de pavo, una buena carne de ternera, un buen tocino, los avíos propios, y cuando los platos parecían mellizos lagos termales, nada podía competir con aquella gloria que se ponía una ramita de yerbabuena en el ojal líquido y se le picaban sopas y un huevo duro. Para la cena de Nochebuena, lo que quieran: frutas tropicales, frutos secos, vinos extraordinarios, un plato del mejor jamón, la mejor caña de lomo, el mejor marisco, la mejor carne, el mejor pescado, las ensaladas más espectaculares, los entremeses menos esperados… Cuando a la mesa llega un plato de caldo, llega un plato de caldo; y si es un puchero con todos sus avíos, ahí no hay quien gane el pulso. La Navidad, que irremediablemente es una memoria de ausencias, que se nos llena de ausentes, que nos entristece con nombres, voces, afectos, risas de ausentes, también en la mesa tiene su manera de recordarnos el tiempo que es. Nunca me amargaría una cena de Nochebuena que no tuviera jamón, marisco, un buen vino, los excesos propios; pero me la haría enormemente pobre, triste y huérfana de sabores una mesa en la que un plato de caldo de puchero —hoja de yerbabuena, huevo duro picado— no estuviera esperando a que mi impaciencia, a muerdisorbe, se llevara a la boca la cuchara como una pequeña y entrañable armónica líquida, sabrosísima, para que el caldo, como un río del recuerdo, me llevara a la lejana mesa donde estábamos los que éramos: mis padres, mis hermanos y yo, mucho antes de que de la calle fueran entrando los naturales vientos que desperdigan las familias. Un caldo. Un puchero, un hermoso puchero. El mismo puchero que asustaba al hambre y al frío y nos abrazaba por dentro. El mismo puchero que, aunque lo tomemos triste, sigue dejándonos el sabor más hermoso. De todo.
antoniogbarbeito@gmail.com
Este artículo fue publicado el 20 de diciembre de 2013