Caja de herramientas
El diccionario como juego de llaves para aflojar, apretar o encajar piezas del idioma
Veintiséis pesetas se gastó tu padre en comprarte aquel diccionario Everest, porque te habían dicho que allí estaban todas las palabras. Veintiséis pesetas, lo que tú no ganabas en tres jornadas recolectando algodón. Pasados los años, ochocientas pesetas te gastaste en aquel libraco –«¿Y te lo vas a leer entero, hijo?»- de ochocientas páginas que hablaba de la fuerza de las palabras, de etimologías, de verbos, de errores frecuentes en la ortografía, de historia de algunas palabras, del uso correcto de las preposiciones… Ochocientas pesetas no ganabas tú más que echando doce horas diarias, durante cuatro días, en algún trabajo de campaña. Más tarde, llegaron más diccionarios: etimológico, ideológico, de dudas… Jamás olvidarás aquel con definiciones en cinco idiomas que te regaló tu buen amigo carrionero, y grandísima persona, Paco Paz. Descubriste que los diccionarios eran cajas de herramientas para trabajar con la mecánica del habla. El diccionario como juego de llaves para, según la necesidad, aflojar, apretar o encajar piezas del idioma. O descubrirlas.
Nunca te ha dolido el dinero que has empleado en libros, y si se trataba de diccionarios, menos. Crees recordar que costó cinco mil de la época el primer DRAE que entró en tu casa. Y pagarías eso y mucho más si a la puerta llamaran ofreciéndote una nueva edición. Por eso te da tanta pena haber leído la triste noticia de que la Real Academia, al comprobar que los españoles no compramos la última edición de su diccionario, y al ver lo que tienen almacenado, están regalando la preciada obra. Están regalando, supongo que a centros escolares y entidades culturales, la mejor caja de herramientas para trabajar con el español. Nadie compra diccionarios de papel, y eso se nota, sobre todo, en los mensajes de los móviles, en las redes sociales y en lo que leemos u oímos en algunos medios de comunicación. Los que todavía estamos de aprendices, no nos explicamos cómo licenciados y doctores siguen confundiendo los verbos infligir e infringir, y aun extrañándose al ver escrito la heterógrafa «harmonía». El DRAE tendría que ser asignatura obligada –Campmany lo recomendaba como lectura de vacaciones-, a ver si en la escuela primaria se aprendía a pronunciar bien, de la educación secundaria se salía con un buen idioma y en la universidad no se patinaba como se patina, sin hablar de los resultados tras algunas licenciaturas, que algunos pueden ser llamados licenciados por las licencias que se toman para darle patadas al diccionario. Qué triste, ay, que ya no compremos diccionarios. Cuando necesitamos que nos lluevan. A cántaros.
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