LA TRIBU

Un brindis

Corre el mosto entre la gente como una líquida simpatía que va alegrando la sangre y la palabra

Imagen de una bodega en Sevilla capital ABC
Antonio García Barbeito

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Así como tengo amigos que esperan cumplida y pacientemente la cuarentena de las aceitunas en salmuera, ajo y tomillo (tengo echadas unas manzanillas moradas, muy maduras, que cuando asome enero sabrán a gloria), porque dicen que los cuarenta días de las aceitunas son sagrados, esperan al treinta de noviembre, a hoy, para quedarse a solas con el primer mosto. Antes, dicen que si la turbieza, que si se nota mucho el dulzor, que se va pronto a la cabeza, que la química no se ha evaporado del todo, que todavía no ha descolgado lo que tiene que descolgar. Tengo amigos aficionados al mosto que miran su color al través del sol, huelen, se mojan los labios, dan un trago, lo pasean por la boca y te dicen en qué liño están las cepas que ha dado ese mosto. Yo no sé si es verdad cuanto del mosto me dicen, pero yo los creo, porque son felices cuando, al decir eso, alguien cerca de ellos los mira con cara de sorpresa, como diciéndoles que son unos sabios.

No soy muy de mosto. En vinos, como en tantos versos, soy muy de Manuel Machado (otra vez ha salido hoy don Manuel) y soy de los que «bebo, por no negar mi tierra de Sevilla, / media docena de cañas de manzanilla…» O de fino. En blancos fríos y nuestros, en cualquier mostrador digo aquello del poeta Antonio Hernández: «Dadme un punto de apoyo… ¡y me bebo Domecq!» No soy muy de mosto, pero me gusta su ambiente, la mayoría de la gente que se reúne en torno a este vino proletario, tabernario, compadre de altramuces (chochos), cacahuetes (arvellanas) y manzanillas machacadas (asitunas partías), y al cercarme a su ambiente, lo bebo, aunque después la cabeza se queje. Sé de sitios —tabernas, bodegas y cuartuchos particulares— donde el mosto es el símbolo líquido del otoño y del invierno, el tótem alcohólico, el dorado reclamo de la amistad, la tertulia, la cercanía de la gente sencilla que si no labra sus cuatro palmos de tierra, está muy cerca de quien los labra. Así como nunca me gustaron —y celebro que mi padre nos los tuviera prohibidos— los ambientes de humo y golpes de nudillos donde los naipes vaciaban o llenaban carteras y elevaban broncas y blasfemias, celebro el haberme acercado, aunque fuera por acompañar a alguien, a los sitios del mosto. Corre el mosto entre la gente como una líquida simpatía que va alegrando la sangre y la palabra. Mostos paladeados, como quien se bebe la sangre vendimiada de la tierra, como quien llega de invitado añadido a la Última Cena de Jesús. Sangre de la tierra, cerca de las espigas. Con el mosto de San Andrés, brindemos, amigos. Necesito que brindemos por la vida. Ya lo entenderéis.

antoniogbarbeito@gmail.com

Un brindis

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