El derecho a la vida
Las leyes eutanásicas se han prodigado, sobre todo, en los estados totalitarios

A pesar de la fascinación positiva que produce a la humanidad el desarrollo de la medicina y las técnicas médicas, estas también han planteado una serie de problemas en la fase de terminación de la vida. Problemas que atañen, en primer lugar, al paciente, pero casi con la misma intensidad al personal médico que demanda a los legisladores claridad conceptual para saber con qué criterios debe actuar en esos momentos tan complejos en los que cualquier decisión resulta dramáticamente irreversible y en los que, en ocasiones, la propuesta del paciente o de sus familiares es contraria a las recomendaciones médicas o ético profesionales. Es difícil imaginar una ley para la que sea más recomendable que su entrada en vigor vaya acompañada del mayor consenso posible porque todos nos morimos y la gran mayoría lo haremos en hospitales. De manera que la eutanasia es, por eso, cosa de todos.
Las pretensiones de presentar la ley reguladora de la eutanasia como un éxito progresista frente a los conservadores y los dogmas de la Iglesia Católica ni son oportunas, ni atienen a la verdad. Los hitos históricos de la eutanasia y sus formas son estremecedores para la humanidad y las leyes eutanásicas se han prodigado, sobre todo, en los modelos de Estados totalitarios de uno y otro signo. Es necesario que en la búsqueda de ese consenso comencemos por reconocer lo siguiente: primero, que los problemas de la eutanasia no se reducen a ese puñado de casos dramáticos que ocasionalmente nos ofrecen los medios de comunicación; segundo, que desde hace tiempo, nuestro ordenamiento jurídico y nuestra justicia reconoce sin problemas el derecho de los pacientes a renunciar a un tratamiento médico; tercero, que todas las soluciones que se propongan están obligadas a respetar el principio in dubio pro vita porque así lo exige nuestra Constitución y todos los textos internacionales; cuarto, que en los hospitales se vienen practicando de forma regular medidas paliativas, mucho menos agresivas que la eutanasia activa, como son el acompañamiento paliativo, la sedación o la eutanasia pasiva y, por último, que lo que hace compleja la aceptación de la eutanasia activa es que en estos supuestos se pide al médico que mate a otro y este es el verdadero problema. Nadie discute, ni hay ley que prohíba a un paciente quitarse la vida por sí mismo. Sean cuales sean las circunstancias nunca matar a una persona puede tener para el Derecho la misma relevancia que matar a una mosca y, por esta razón, es recomendable que se incluya la eutanasia activa como conducta homicida. Ahora bien, que se mantenga en todo caso la calificación de homicidio de esa conducta es perfectamente compatible con que se justifique y se exima de responsabilidad penal. Mantener la calificación como homicidio es plausible porque el Derecho debe apostar por la vida y debe advertirnos la gravedad de las circunstancias que tienen que concurrir para que una persona pueda matar a otra.
El texto prelegal de regulación de la eutanasia que se encuentra en estos momentos en trámite parlamentario renuncia a esa exigencia y arranca de ciertos postulados cuestionables. Por supuesto que todos convenimos en la inutilidad de mantener técnicamente con vida a quien no ofrece ninguna esperanza de poder sobrevivir, pero esta Ley, en el conflicto de ayudar a morir o ayudar en la muerte, se inclina de forma prevalente y excesiva a favor de lo primero. Encubierto en un lenguaje eufemístico el legislador oculta que nos encontramos ante un texto legal cuyo objetivo principal es que la Seguridad Social o la sanidad privada quite la vida a determinadas personas aplicando medios mortales de necesidad. Que los médicos, en pocas palabras, maten o ayuden a matar.
Hasta ahora la eutanasia activa se justificaba solo frente a los enfermos terminales y, por esta razón, se podía explicar el protagonismo del personal sanitario ya que estos están deontológicamente obligados a tratar al enfermo y no solo a curar enfermedades. Pero hay quienes están empeñados en acabar con este principio informador limitativo y quieren extender la solución eutanásica a todos aquellos supuestos en los que alguien exprese su voluntad de morir. El texto prelegal sería un primer escalón en una evolución inevitable hacia ese horizonte, ya que pretende que se pueda matar de forma consentida también a quienes sufren un «padecimiento grave, crónico e imposibilitante» y también a quienes tienen una «enfermedad grave e incurable». El fundamento de esta nueva propuesta es, a juicio de algunos, no la inutilidad de aplicar recursos curativos a los enfermos terminales, sino la dignidad humana, porque obligar a vivir es un atentado a la dignidad de la persona (art. 10.1 Constitución). La cuestión que inevitablemente se va a plantear en un plazo corto es por qué ceñirnos solo a estos casos y no permitir sencillamente que el Estado preste un servicio eutanásico generalizado a todos aquellos que lo reclamen de una manera firme, seria y permanente con independencia de las motivaciones del solicitante. Si la dignidad de la persona está en juego cuando no se mata a quien lo quiere y padece una enfermedad o incapacidad, también lo debe de estar cuando sencillamente no se quiere vivir. Estos casos han empezado a plantearse ya en los países eutanásicos. En el año 2006 una anciana suiza -Gross- logró que se acabara con su vida, sencillamente, porque se encontraba sola y no quería vivir y en el año 2016 un condenado a cadena perpetua en Bélgica -Van der Wliken- solicitó también la muerte porque no se identificaba de por vida con un hombre privado de libertad.
Esta evolución nos conduce a otra conclusión igualmente inquietante. ¿Por qué este empeño en dar protagonismo a los médicos cuando de lo que se trata es de resolver situaciones vitales extremas que no guardan relación con la salud? Cualquier persona debería de estar legitimada para proteger la dignidad de quien quiere morir, suministrándole un fármaco letal. Se pretende, quizás, que la santidad del quehacer médico dé cobertura a una solución ajena por completo a la relación médico-paciente, para ocultar que la eutanasia así entendida comporta un gravísimo riesgo para la vida, que es y debe seguir siendo un valor sin fisuras porque sin ella es inimaginable pensar en los derechos humanos.