J. Félix Machuca - PÁSALO

La bombilla de Suárez

J. FÉLIX MACHUCA

UN artista siempre dice lo mismo. Pero está obligado a expresarlo por fuerza mayor de otra forma. De lo contario te vuelves una fotocopiadora de tu propio corazón. Un escritor es una novela. Pero escrita de mil formas distintas. Ya nos lo avisó García Márquez. No hay cosa más difícil en el arte que versionarse. Que tu singularidad siga intacta pero que se exprese de forma diferente cada vez que se manifieste. Y eso no es fácil. Puedes escuchar mil veces la voz de Sting. Pero aún siendo la misma es diferente para expresar su soledad en Nueva York o sus recuerdos de amor en «Cuando bailamos». Esa es la tensión creativa de todo artista. No repetirse. Ser uno mismo y, a la vez, ser diferente para seguir sorprendiendo a los ojos que te examinan. La loca de Frida Kahlo, aquella mujer incapaz de soportar la carga emocional y emocionante con la que Dios le llenó el alma, sostenía que los pies para qué los quiero si tengo alas para volar. Esas alas son, precisamente, las que te despegan de las arenas movedizas que devora a la mayoría de los creativos, para poner distancia entre el suelo y los pies, tocando el cielo del asombro subido en el globo de la renovación. Lo único que un artista está obligado a repetir es su firma.

El cartel de Ricardo Suárez es, cuanto menos, repetitivo. Lo ha hecho anteriormente otras veces. Y en ese aspecto no es nada sorprendente. Es cien por cien Ricardo Suárez. De forma tan abusiva que yo diría que él es el cartel y el cartel no es el Ricardo Suárez que yo esperaba. El más rompedor, el más innovador, el más artista. Ese Suárez no aparece. Se ha ido a Roma o a Rota, a soñar con las mareas. A oír en el mar los secretos que guarda de tantas risas y naufragios. Pero Suárez no está. No está el cartelista de la Macarena, ni el del Corpus, ni el de la Feria. El último cartel que recuerdo que conmoviera los cimientos de esta ciudad fue el que hizo Manolo Cuervo para la Hiniesta. Sobrenatural en la ciudad de los angelitos de Machín. Suárez no nos sorprende porque no pueda. No lo hace porque da la impresión de que no ha querido volar. Que ha dejado de utilizar sus alas. O que sus alas se han enredado en esos árboles desnudos de frío que ha pintado observándolos en su magnífica colección de las márgenes del Guadalquivir. Como cantaba Hilario Camacho, a Suárez, en este cartel, le ha pesado la tierra y le ha faltado extender sus alas, mirar hacia el cielo y saltar. Saltar para rasgar el horizonte y llegar a las ciudades lejanas que encierra su talento.

Esto que ahora hago público ya se lo he dicho al pintor. A mi amigo. Sería mi amistad de barra mojada y vino barato si le hubiera regalado una sonrisa de ojana, mentirosa y perniciosa que, lejos de estimularlo, halagara su vanidad y, consecuentemente, la mentira lo obnubilara. Hoy volcará vitriolo sobre mi cabeza. Mañana nos abrazaremos. Porque sé que lo que busca desesperadamente entre colores, formas y sombras lo encontrará. Le sobra talento. Tanto le sobra que hasta en ese cartel repetitivo encuentra el hallazgo de la bombilla apagada de una Sevilla sin luces para alumbrar su desconcierto. La luz apagada de la cultura, de la economía, del respeto a su patrimonio, la oscuridad ciega sin lazarillo, sin norte, que anda pero no camina. La luz por encender de nuestros políticos y de nuestra sociedad civil. La ciudad de la luz enchufada a la penumbra. La ciudad que blasona de cielos incendiados de colores que se vuelven tinieblas a ras de suelo. La ciudad sin más ojos que los que tiene para atocinar su ensimismamiento. Ese símbolo que Suárez mete entre otros tantos en su cartel es la mejor prueba de que aún anda sobrado de talento para creer que tiene pinceles que ven y colores que descubren. Porque estoy convencido que, como decía de sí mismo Guayasamín, Suárez no ha nacido para otra cosa que para ser pintor. Algún día no muy lejano nos volverá a sorprender con otro magnífico cartel. Y se le encenderá también a él su bombilla más luminosa.

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