Cardo máximo
Arde París
Las obras humanas están condenadas a desaparecer, pero no los hombres
Gracias a Dios, no hubo heridos. La vida del más indeseable de los criminales encerrados de por vida en la más lóbrega de las prisiones francesas es más preciosa que Notre Dame. Si no se parte de ese convencimiento, absolutamente a contrapelo, el corazón se ... encoge con el estupor que causa ver desaparecer un monumento instalado en el imaginario colectivo europeo y mundial. Es lógico. Por humano. Si yo hubiera contemplado caerse la Giralda como se desplomaron las Torres Gemelas (aunque la minuciosidad constructiva de los almorávides impida un colapso parecido) también estaría apesadumbrado, sobrecogido, impresionado, aplastado por el peso de la historia. Y sentiría como mía la pérdida del patrimonio histórico de la ciudad y de ese otro patrimonio todavía más valioso, que es el sentimental.
Pero el tiempo presente requiere de nosotros que no se nos encoja el corazón ante la tragedia. Al contrario, estamos obligados a portar la esperanza como una luz, todo lo vacilante que se quiera, al fondo del túnel de la desilusión colectiva. El más indefenso de los fetos abortados que nadie defiende o el más lastimoso de los enfermos solitarios que nadie cuida son más grandes que ese prodigio arquitectónico que dominaba la île de la Cité. Y de ahí no me va a mover nadie, por mucho que me duela -no soy tan inconsciente como aparento- la ruina de la catedral parisina.
Las obras humanas están condenadas a desaparecer, pero no los hombres. Sin ese horizonte trascendental, estamos presos de nuestras propias construcciones, ya sean consistentes y reales como la armoniosa arquería de Notre Dame, ya sean mentales como el sentimiento de vacío que embarga desde ayer a cuantos contemplaron cómo se venía abajo.
Arde París, lo que no ocurrió durante las dos guerras mundiales y su precedente de 1870, con todo el poder destructor acumulado entonces. Arde ahora el corazón de la ciudad de la luz que era su portentosa construcción catedralicia, por un descuido o un fallo o lo que quiera que sea: porque por mucho que nos empeñemos, por muchas precauciones que adoptemos y mucho control que extrememos, los acontecimientos se nos escapan de las manos y no tenemos manera de embridar los vientos de destrucción cuando se desatan. Arde Notre Dame como ardieron tantas catedrales a lo largo de la historia, como se desventraron tantos templos durante siglos. Dresde tardó sesenta años en reconstruir su Frauenkirche, arrasada como el resto de la ciudad en el bombardeo inhumano del final de la Segunda Guerra Mundial. Las piedras se volvieron a instalar una sobre otra, pero los miles de muertos no pudieron levantarse después de aquello.
En este momento de zozobra, me atrevo a sugerir a los espíritus más sensibles que recen -si lo desean- con el salmo 127.
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