TRIBUNA ABIERTA
Osú, ozú, ojú (ohú), ofú
Los vericuetos por los que se mueven los usuarios del idioma nunca son lineales ni previsibles

Me pregunta una lectora si estas «variantes andaluzas» (da por hecho que lo son) se usan «para no pronunciar el nombre de Jesús en vano». No creo que sean muchos los que las asocien con tal nombre, con el que sólo tienen en común la ... vocal acentuada final (y la –s- en osú). Y estoy seguro de que quienes se dirigen a algún familiar (o amigo) Jesú o Hesú (Jezú/Hezú, si cecean) no piensan que están haciendo algo ‘inapropiado innecesariamente’ (en vano). Por lo demás, no sería el único que —deformado o/y acortado o no— se emplea como exclamación interjectiva, para mostrar desacuerdo, rechazo, sorpresa estupefacción, indignación… Sin ir más lejos, a la Sagrada Familia al completo (¡Jesús, María [y] José!) se recurre simplemente para ‘aliviar’ de la contrariedad al que estornuda.
En Granada, donde ¡la vi[r]he[n]! se tiene por una de sus expresiones ‘estelares’, no se tolera que se le falte el respeto a la de las Angustias, como los sevillanos no admiten bromas con la Macarena o la Esperanza de Triana. No sé si ¡madre mía! tiene como ‘referencia’ remota a la madre propia, a la de todos o a ninguna. Y el corriente ¡[mecachi[s]´n Dié! pocas veces llega a ser una imprecación. En el terreno de los simples mortales, ahí están ¡hombre! o ¡tío! sin que se plantee problema alguno acerca de si su empleo es o no ‘inclusivo’. Pero, sin duda, las expresiones que ganan por goleada son las que designan los órganos sexuales (¡coño! ¡cojones! ¡carajo! etc.) y su acoplamiento, especialmente ¡jo(d)é! acortado a menudo en ¡jo¡ Aunque los gaditanos se crean los ‘dueños’ de pisha [picha, pija] (como los granadinos de poya [polla]), el hecho de que en Andalucía y fuera de la región también las mujeres se ‘hagan la picha un lío’ y ‘se la cojan con papel de fumar’ demuestra la desvinculación de su significado. De este terreno a lo escatológico no hay más que un paso, pero el español es poco original, pues se oye continuamente en francés merde (y emmerder), en inglés shit, fuck...
Lo que importa es por qué se aprovechan ciertas parcelas léxicas para dar fuerza a lo que decimos e ‘imponernos’. En las denominaciones del poder ‘sobrenatural’, las razones parecen patentes, aunque el temor divino —si en su origen lo hubo— se ha ido desvaneciendo. Pero el camuflaje eufemístico mediante la alteración fónica afecta igualmente al mundo ‘natural’ (chichi), donde incluso se acude a la sustitución ([tener] bemoles). No extraña que se explote el campo (de la potencia) sexual, lo que menos nos distancia de otras especies animales. No podemos ‘permitir’, en cambio, que los vocablos que nos distinguen como seres racionales, al aludir al ‘poder’ de la mente (potencias del alma, desde una perspectiva religiosa), representado como alojado en el cerebro, terminen en el cajón de los socialmente marcados como malsonantes, que son, en realidad, los que más suenan, dicen y oyen. En efecto, si se dejan al margen artículos, preposiciones, conjunciones... que están para poner en funcionamiento y relacionar las voces que significan, no hay muchas que se usen más que algunas palabrotas. Y lo dice alguien que casi no ha empleado ningún ‘taco’ en su vida (si acaso, joé, acortado en ¡jo!), quizás porque en el ambiente rural en que me crie la urbanidad gozaba de más crédito que en las urbes. Pero es innegable que la utilización de tales expresiones —prosódicamente resaltadas— se encuentra muy extendida, e incluso avanza, como recurso fácil para reforzar lo dicho, sin necesidad de razones o argumentos. Hasta en determinados programas de los medios de comunicación audiovisuales se ‘sueltan’ cada vez más, y cada vez ‘chirrían’ menos. Parece, sin embargo, que, salvo en ciertas obras literarias (seguro que están pensando en C. J. Cela), el freno a su paso a la escritura parece seguir activado.
Los vericuetos por los que se mueven los usuarios del idioma nunca son lineales ni previsibles. Mientras el mundo animal continúa proveyendo de etiquetas para destacar nuestras cualidades negativas (cabrón —sin que el diminutivo cabrito atenúe gran cosa—, burro, perro…), algunos insultos personales, lejos de ofender, pueden llegar a ser elogios: ‘¡lo que sabe el hijo [de] puta este!”. Pero hay ejemplos de lo contrario (‘¡qué chico más mono!’). Y si bien hay eufemismos que se han ido arrinconando (¿quién dice hoy rediez o diantre?), aparecen otros, para soslayar lo que, por considerarse socialmente tabú, no va a ser bien acogido.
Como ocurre en todas partes con ¡me cago en el Copón!, en Andalucía no se emplean los inocuos osú, ozú, ojú (ohú) u ofú si no (se cree que) reportan alguna ‘ventaja’ comunicativa. Y no porque no figuren en los diccionarios (ojú está en el de Seco y en el Tesoro de las hablas andaluzas, en el que también se recoge osú) o, mucho menos, por miedo al ‘castigo divino’.
ANTONIO NARBONA ES CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE SEVILLA
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