La Tribu
Y les pagamos
Pero que con sus impuestos y los míos haya que mantener bocas que son monumentos a la necedad, tontilocos, tontilocas y tontiloques, eso ya es más serio

LO malo no es padecer un ataque de estultos; lo malo es tener que pagarles, encima, por ejercer de tales. Lo malo no es estar rodeados de chuminosos y chuminosas —¿y chuminoses?—, sino tenerlos en nómina, buena nómina, además. Lo malo no es que hayamos ... sufrido paridas como aquella que pretendía convertir el himno de Andalucía en un impronunciable rebujo —decente, eso sí— de hombres y mujeres de luz que a los hombres y a las mujeres almas de luz les dieron, sino que salieron de voces que teníamos por destacadas. Y de aquellos polves, estos lodes. Es natural. ¿Qué se puede esperar de un país que no lanza tomates y se cae de espaldas del ataque de risa, cuando oye esto, u oye jóvenas, oye ustedas, oye miembras y oye portavozas? Pues, como decía el pariente: «De una vaca brava y de un toro bravo, como poco, un desecho de tienta.»
Gente que desbarre ha habido siempre, pero por lo general estaban situadas en las márgenes de la razón, de los cargos importantes, de la noticia llamada seria y, en fin, al margen de la sensatez, de la inteligencia y de las buenas costumbres. Pero que con sus impuestos y los míos haya que mantener bocas que son monumentos a la necedad, tontilocos, tontilocas y tontiloques, eso ya es más serio. Y sobre todo es, o tendría que ser, inadmisible. La simienza que están dejando algunas lenguas en el surco patrio es para que mañana nazca un lenguaje lleno de arambeles, y los niños —y niñes— habrán de tener un carapacho del grosor de una tabla de carnicero para evitar que los llenen de vacuidades que lanzan cuatro trincapiñones advenedizos que, por lo general, tienen las espaldas cubiertas gracias a la frente de otros. Y les pagamos. Mala cosa. Y nos reímos, hacemos chiste. Mala cosa. ¿Han visto ustedes las caras que recibían el discurso —perdóneseme el yerro— que decía escuchados, escuchadas, escuchades? No pongan atención a la que hablaba, sino a quienes la oían: la estulticia salía de una boca y se plasmaba en las caras del público. Yo puedo ser el más rojo del mundo, pero a mí se me acerca un rojo —o una roja, o une roje— y me dice niñe, todes, hije y escuchades, y además de tirarle lo que tenga en la mano, me doy media vuelta y voto al otro extremo. La contrafalocracia, que sería explicable sin caer en los mismos pecados que la falocracia, puede terminar creando varios problemas, en vez de solucionar uno. Si la voz va a ser de odio, si sólo pretende conseguir una plural misandria, más cuenta traerá, si no queremos hatear, fabricarnos un látigo de abrojos. De modo que a ver si entre todes, por las buenas, conseguimos desprendernos de estas voces vesicantes que pagamos a escote.
antoniogbarbeito@gmail.com
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