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La señal

La espera para entrar en el circo parecía esa lucha bajo el paso de la imagen de alguna romería, todos querían ser el primero en entrar

Antonio García Barbeito

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A la puerta del circo había una larguísima cola, sin orden, donde los paisanos parecían jugar «a la parida», empujones allí y aquí, voces, algún manotazo, insultos, blasfemias… La puerta de entrada al circo no cedía, cerrada por dentro a cal y canto con cuerdas, ... a la espera de que organizaran la pista o terminaran de barrer, o quizá los artistas no habían terminado de vestirse o de maquillarse. La espera para entrar en el circo parecía esa lucha bajo el paso de la imagen de alguna romería, todos querían ser el primero en entrar, y nadie estaba dispuesto a ceder ni medio palmo de cercanía con la entrada. Y la puerta, cerrada. La gente, con la entrada en la mano y las ganas en todos sitios. Si alguna mujer, sin acompañante, se atrevía a meterse en aquella bulla, poco respeto iba a encontrar, todo lo contrario, que la ocasión del roce se buscaba entonces con categoría de conquista. En la bulla, entre los mayores, cuatro chiquillos con las manos libres y la intención ensayada, esperaban a que el portero del circo abriera la puerta, que no era sino una abertura en el toldo de la carpa. Se colocaban juntos los cuatro, como un puñado de travesura, como una almorzada de ganas de ver el circo sin pagar. El portero del circo abría la puerta de entrada y, mientras con las dos manos iba recogiendo entradas, con las piernas sujetaba la intención infantil de colarse sin pagar. Lo conseguía. Una y otra vez, al primer niño que lo intentaba, las piernas del portero le cerraban el paso, mientras los adultos iban pasando tras entregar su entrada. Pero si un chiquillo conseguía colarse, que lo conseguía siempre, tras el primero iban los otros tres, como si el primero hubiese abierto un portillo infantil. Y el portero, a ver qué iba a hacer. Después, póngase usted a recorrer las gradas del circo buscando a los niños, que se escondían como gatos perseguidos.

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