Jiras
Quizá el niño esté cansado de piedras de catedrales y tecnología y muy falto de conocimientos de la naturaleza
En su memoria de escolar hay palabras que siguen ahí, sonando como una agradable campanilla cuyo son le lleva a las imágenes, retrato o película, que guarda en los mejores recuerdos. Al niño le suenan, entre otras muchas, las palabras tiza, pizarra, dictado, lectura, pluma, ... tinta… Y le suena la palabra recreo, y le suena celebrada, porque el recreo tenía por espacio la calle abierta, y, oh gloria, esa calle era en un camino labrado a modo de bancal en la falda del cerro donde estuvo el castillo, y desde ese camino que desnudaba los corrales y patios de las casas construidas más abajo, se divisaba la vega y, si llevaba crecida, se veía el río. Y se veía, no tan lejos, el perfil del pueblo vecino más cercano. Y se oía el pitido del tren, y aun el traqueteo al pasar sobre el puente, si el viento venía del norte. La palabra recreo sonaba bien, sí, pero al niño empezó a sonarle mucho mejor otra, una palabra que le había nacido al pie del oído, una tarde que el cura visitó la escuela: «Mañana vamos a ir de jira al campo…»
El día de la jira no había escuela, sólo jira. Pero fue siempre la mejor clase jamás recibida en el aula magna del campo, que si los pinares, que si la dehesa, que si la vega, que si la explanada junto a una ermita apartada, que si las laderas sobre la vega, entre las vías del tren y el río. Jira. Qué hermosa palabra, y qué escolar, qué niña, y qué familiar: «Vamos a ir de jira y le llevamos aceite a la Virgen del Amparo…» Jira. Con las jiras, el niño fue descubriendo otro costado del campo, otro perfil de la naturaleza, otra luz, otra forma de vida. Con las jiras, el niño aprendió nombres de plantas, y vio cómo se apareaban los animales, y cómo paría una vaca, y una yegua; y, por primera vez, vio correr a un conejo entre las matas del pinar; y vio, en ese mismo pinar, el elegante paseo de una collera de pájaros perdices, y cómo, al acercarse con otros niños, las perdices levantaron aquel vuelo hermoso, corto y bajo que le dio al pinar un aire volantón y asustadizo. ¿Dónde están las jiras de los escolares de hoy? Quizá el niño esté cansado de piedras de catedrales y tecnología encerrada en una nave y muy falto de conocimientos de la naturaleza, un conejo que corre, un águila que vuela, una vaca que, recién parida, lame a su ternero o lo amamanta; o un habar, o frutales cargados de frutos, un caballo que trota o relincha, un burro que rebuzna, una cigüeña que crotora, una esparraguera con seis o siete espárragos, una laguna natural. Y el silencio del campo. El lujo de la sencillez del campo. Aquel niño de ayer cree que el niño de hoy está muy necesitado de aquellas jiras.
antoniogbarbeito@gmail.com
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