La Virgen del Rocío no tiene techo
A pesar del tiempo perdido y de la ansiedad incontenible, volver a verla a la intemperie lo calma todo

En el toque de diana de las campanas de la iglesia, con Almonte en vela toda la noche, había un repique de aurora milagrosa. Cuando se abrieron las puertas y las ráfagas de la Virgen asomaron a la plaza, la marabunta de devotos que envuelve ... su paso apenas hablaba. El sonido de los jipíos se cruzaba con el del bronce. Y el instante en que el sol besó su mejilla nacarada después de dos años sin intemperie, todo volvió a encajarse en su sitio. Le brillaba la cara a la Blanca Paloma porque su encarnadura era un espejo para los miles de fieles que la bamboleaban por las calles de seda de su pueblo. Estrenaba palacio, pero nadie lo miró. Sólo Ella se veía en el centro de la multitud. Porque sólo Ella tiene la luz suficiente para vencer a la más eterna oscuridad. Dos años después de las ausencias, del destierro sobrevenido lejos de su aldea, la Virgen estaba como ayer, como siempre. Ese es el secreto de su plenitud. Los almonteños chorreaban para intentar levantarla del suelo en las caídas, los adoquines quedaron sembrados de suelas arrancadas de los zapatos, las rejas de las casas le hicieron competencia a sus varales en el vaivén de las costanas, pero Ella nunca perdió su sitio porque tenía mucha faena pendiente. Juro por mis entrañas, porque lo vi detrás del velo de lágrimas que tapó mis ojos, que Ella iba dando su mano a los caídos. Cuántos balcones con uno menos, cuántos zaguanes con uno más, cuántos peregrinos con deudas atrasadas, cuántas gracias, cuántos perdones...
Ese misterio de sus andares, ora de frente, ora hacia atrás, se basa en su generosidad como mediadora. La Virgen vuelve cuando se le ha quedado alguien a medias. Y se hunde entre las cabezas para poder mirar cara a cara a quienes no han terminado de decir sus letanías por lo bajini. Esa pugna de los almonteños por meter el hombro en los bancos, a veces con desconcierto andaluz y a veces con orden nórdico, ni pensado ni improvisado, da puñetazos en el alma. Entre los fieles nos pisamos, nos empujamos, nos refregamos el sudor, pero jamás nos decimos nada porque las palabras las guardamos para la Virgen. Y a pesar del tiempo perdido, de las costumbres olvidadas y de la ansiedad incontenible, verla aparecer por una esquina del pueblo ataviada de reina lo calma todo. La gran paradoja del Rocío es esa: por fuera todo parece un caos hasta que llega Ella, que es el epítome de la serenidad.
Ayer la marisma mandó una brisa de fiesta hasta Almonte para que el vacío se llenara de golpe. Cuando el pueblo se la trajo del santuario cumpliendo el rito de los nueve meses —el tiempo de una nueva maternidad— cada siete años en su templo, nadie podía imaginar que la Virgen pasaría la época más larga de su historia en el pueblo. Pero hoy está ya todo preparado para su vuelta. Porque al salir a la calle todo fue un olvido, un reinicio, y cuando la Virgen del Rocío no tiene techo, tampoco tiene tiempo.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete