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La Alberca

De Trifón a Morales

Ya está abierta la Sevilla que canta tapas con música de olla de menudo y violines de Jabugo

Alberto García Reyes

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Cuando Triunfo Gómez dejó San Martín de Toranzo dentro del cofre de su infancia con sólo 12 años y cogió el tren de Sevilla, entonces ensueño iberoamericano, para buscarse la vida lejos de la montaña, en su canasto traía una sola idea. El sacrificio. Dormir ... en el suelo de El Reloj para coger las primeras gordas. Emanciparse en Santa Marina para poder hacer de vez en cuando giros postales al valle de su niñez. Prosperar en el Arenal repartiendo garbanzos y conservas. Sobrevivir. La mili sevillana le cambió el nombre por otro más fácil de pronunciar según el dialecto de la Giralda. Trifón. Y tanto quiso aquel hombre a la ciudad que lo acogió y le dio un porvenir que se hizo del Betis, del Baratillo, de la Virgen de los Reyes y del Arco del Postigo. Luego su hijo Rogelio, que se crió dando portes de chícharos y salchichones por el barrio, heredó la canasta de su padre con todos esos avíos: el Villamarín, la Piedad, la Capilla Real, el barrio y el trabajo como único pasaporte en la vida. Y después de muchas fatigas en el mostrador del silencio, habiéndose consagrado con el honoris causa del noble oficio de tabernero, el negocio ha pasado a manos de su hija María, la tercera generación de los Gómez. Ella sabe, como tantos jándalos que llegaron hasta el Guadalquivir para conservar en lata la esencia de Sevilla, que su abuelo levantó la tienda venciendo gripes, hambrunas, una guerra y décadas de pobreza. Por eso ha vuelto a abrir su templo. Porque ningún tiempo pasado fue mejor.La ciudad que ha quedado malherida por la pandemia, esa que ha vaciado sus calles y sus alacenas, necesita que el canasto de los ultramarinos reparta por las casas estampas de la Esperanza, que se han convertido en alimento de primera necesidad. Este fin de semana ha entrado por San Juan de la Palma el rayo que alumbra todos los años el rostro de la Amargura y lo ha hecho atravesando nubarrones como un estoque que anhela llegar al corazón de Sevilla. Siempre hay un punto de luz en la peor oscuridad. Hoy abre Morales, justo en los albores del mosto nuevo. La taberna que don Leocadio llenó de cántaras de vino del Aljarafe para que pudieran tomarse todos los días media botellita las gárgolas de la Catedral está de nuevo hasta la corcha. Haciendo la cuenta del tiempo. Su bisnieta Reyes, que es amargurista y sabe aguantar bien el dolor, ha mandado un rayo como el de la cara de la Virgen a su cocina y ha puesto hoy otra vez la olla de menudo para que el vapor toque la partitura del cuchareo por la ventana. La Sevilla que canta los versos que Emilio Vara cuelga de las paredes de Casa Moreno, la que baila por piripis de Romero, la de las niñas del Ventura y la Moneda, la de los violines de Jabugo -cuna de luthieres de la bellota- de Casa Román y Las Teresas, la del órgano del Salvador y la abacería del Señor, la del Cateca y la Fresquita, la del vino de naranja del Peregil, la del triángulo del Rinconcillo, los Claveles y el Tremendo, está otra vez tocando la música de Gámez Laserna porque está pasando la Esperanza. Paciencia. La tiza escribirá en todos los mostradores el nombre de aquel montañés que se hizo sevillano: Triunfo.

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