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Supercopa de Arabia

Maltratar a los aficionados españoles a cambio de petrodólares no huele bien

Alberto García Reyes

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Rubiales es mejor directivo que futbolista, aunque haya necesitado ser un futbolista malo para alcanzar su verdadero objetivo, que es dirigir la Federación Española. En el césped aún reverberan sus patadas. Música de espinillera. Sólo metió un gol en 298 partidos como profesional. Era un ... defensa antiguo, el típico calvo de edad indescifrable que resuelve todas las jugadas aplicando el más elemental darwinismo callejero: o pasa el balón, o pasa el tío, los dos nunca. Para no andarnos con rodeos, fue un fontanero de la pelota, jugador de llave inglesa, el típico central que imaginamos desde la grada con halitosis cuando en la refriega de un córner se acuerda de la madre del delantero, que no sabe si taparse la nariz o los oídos. Sin embargo, en los despachos parece más exquisito, más de toque, el Iniesta de las moquetas. Gestionó bien la retirada temporal de Luis Enrique. Demostró lealtad a su entrenador cuando tuvo que hacer un paréntesis para pasar el peor trance posible, la muerte de su hija. Alguien que antepone la humanidad a los resultados siempre merece la pena. Y además la Selección Española está funcionando pese al carrusel de anonimatos. Pero con los árbitros y con la Supercopa en Arabia Saudí, Rubiales ha recuperado su hechura de hombre de voleón, de percusionista de tibias y peronés, ese instinto de central temido por los rivales y, sobre todo, por el balón.

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