La Alberca
El beso de don José
El camarero del Señor de la Sentencia, macareno viejo del atrio, ha ido a verse con Él a la hora de la Esperanza

En el parón del Arco, cuando la mañana del Viernes Santo estalla y los nazarenos del primer tramo nos refugiamos en la sombra para aliviar el peso del merino, una estampa nos rompe hoy los huesos de la memoria. El año que viene, si Dios ... quiere, la Cruz de Guía llegará al atrio después de dos años de soledad y no estará don José en el portón de la basílica recibiendo a los triunfadores de la nueva Madrugada. El camarero del Señor de la Sentencia pasó sus últimas estaciones de penitencia, ya con las piernas caducas, en el dintel de la Esperanza. Y tal como los nazarenos nos íbamos quitando el antifaz después de toda la noche a oscuras detrás del terciopelo, don José Rodríguez Pinilla nos iba dando un beso a cada uno en señal de victoria. Sus lágrimas solían mojar nuestras mejillas y con esa pátina de macareno viejo embadurnábamos después nuestros abrazos en el templo. Y tan hermoso era aquel ritual, que el Señor también ha querido celebrarlo. Por eso la otra noche, cuando estaba a punto de nacer, se llevó a su camarero al atrio definitivo para tener a solas esas conversaciones que don José le solía proponer mientras le aviaba su ropa desde que era un chaval. Me llamó Miguel Martínez de Castilla, custodio de la Sevilla sin tiempo y cirineo de guardia, que para eso es de San Isidoro, y se me heló la retina: «Ha muerto don José». Al momento un cartelito echó las persianas de 'La Fresquita' y del 'Cateca'. «Cerrado por defunción». Sus hijos, camareros de tabernas hondas, bebieron vino de los jereles por su camarero y luego llevaron su féretro hasta los pies del Hombre sentenciado a la hora exacta de la Pascua. Yo estaba en el tanatorio despidiendo a otro familiar. Maldita pandemia. Y su mujer, serenamente destrozada, dijo algo que me llevó directamente hasta la sombra del Arco el Viernes Santo con don José esperando en la puerta: «Qué día más bonito para reunirse con el Señor». Hasta para morirse se ha puesto a la vera de Él.
Don José Rodríguez Pinilla es uno de esos casos en los que Sevilla otorga título de nobleza a través de las cofradías. Trabajó como un mulo desde su infancia, sacó a su familia adelante en la más terrena de las modestias económicas, educó a sus hijos a golpe de tambor de la Centuria, con disciplina romana, y no ha dejado jamás solo al Señor de la Sentencia ni ante Pilato ni el pesebre. Una tarde, después de tres o cuatro latigazos de oloroso, me dijo en el mostrador de la casa de su hijo Pepe, frente por frente al Cristo de las Misericordias de Santa Cruz, una cosa que ahora me retumba en el recuerdo: «Niño, agárrate a Sevilla». Lo he dicho mil veces y lo vuelvo a repetir: ningún camarero de este paraíso podrá superarle nunca, ni sus hijos siquiera, que mira que son buenos. Porque él ha sido el camarero del de los ojos amontillados, el que escucha la pena de cruz y baja la mirada, ese que a partir de ahora se va a quedar con todos los besos cuando esté entrando en su casa sobre el plumerío del imperio. Y yo ese mediodía, don José, le juro que clavaré mis dedos en el cirio para agarrarme a la Sevilla que usted me ha enseñado y no caer al vacío de su ausencia.
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