LA ALBERCA

Agonía de Santa Inés

El ombliguismo sevillano es paradójico porque presume de aquello que deja caer a pedazos

Aspecto del mal estado del convento de Santa Inés M. J. LÓPEZ OLMEDO
Alberto García Reyes

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Dos bohemios sevillanos de los de taberna larga y buche corto andaban en una porfía sobre las cosas más bonitas que habían leído sobre Sevilla. En medio de la pendencia casi navajera, que es como son aquí todas las discusiones de los amigos de verdad, uno recordó un verso memorable que había leído no se sabe dónde. Y el otro, poeta incomprendido, le dijo ufano: «Eso que acabas de recitar es mío». La contestación del contrario fue una exégesis perfecta de esta ciudad: «¿Eso cómo va a ser tuyo, si está en un libro?». Sevilla jamás reconoce la paternidad de algo que admira. Nuestro patrimonio es como el dinero público para Carmen Calvo: de nadie. Por eso se cae a pedazos. Porque los sevillanos tenemos la costumbre de ningunear lo que tenemos cerca y extasiarnos con lo remoto. Tal vez por eso esta ciudad ha sido mejor contada por los escritores desterrados que por los ensimismados. Y quizás en eso consista nuestro ombliguismo, que es una extraordinaria paradoja: nos despreciamos tanto, que tratamos de impedir a toda costa que los forasteros conozcan de verdad nuestras miserias.

El convento de Santa Inés, donde se recluyó María Coronel huyendo de la lascivia de Pedro I, se está derrumbando lentamente, víctima del olvido y la desidia, porque nunca hemos sabido valorar lo que hemos recibido tan fácilmente del pasado. Aquí los niños juegan, desde hace siglos, a lanzar naranjas amargas sobre fachadas barrocas o a esconderse en las sacristías abandonadas de antiguas iglesias medievales. Para nosotros un lienzo de Murillo o una talla de Duque Cornejo son obras tan cotidianas que no sabemos entender su importancia. Y sólo se ama de verdad lo que cuesta mucho conseguir. Lo que está al alcance de nuestra mano, se aborrece y se humilla. Santa Inés es un buen ejemplo de esta conducta arrogante que nos define. Bécquer escribió en una de sus leyendas la historia del órgano de Maese Pérez y esa obra literaria mayúscula fue la carta de defunción del instrumento del convento. ¿Cómo va a ser ese órgano sevillano, si está en un libro? Ese es el concepto de propiedad que hemos desarrollado oficialmente: despreciamos nuestros tesoros porque son nuestros. La propia Junta de Andalucía ha convertido ese precepto en ley: deja que el patrimonio se pudra y multa a quien intente rescatarlo. Ése es el nudo gordiano del chauvinismo hispalense. Maltratarse a sí mismo, pero denigrando a quien desde fuera quiera echar una mano.

El convento de Santa Inés es un desconchón en el tuétano de la ciudad. Nada más. Hay muchos otros: Santa Clara, San José, San Lázaro, San Jerónimo, San Laureano, San Hermenegildo... En cualquier lugar del mundo habría itinerarios guiados por estas joyas históricas. Aquí sólo hay grietas y telarañas. Porque en nuestra forma de ser impera el hastío. Y mientras roneamos de nuestra riqueza, caemos en la trampa de los bohemios: «¿Eso cómo va a ser bueno, si está en mi calle?». Nada hay más sevillano que pensar que la mediocridad se contagia por contacto, como la peste, y el genio se hereda.

Agonía de Santa Inés

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