LA TERCERA
James Cameron, el rey del mundo
«James Cameron –no sé si ya se ha dicho– es un cineasta verdadero, un prosista de la imagen, un demiurgo de la escuela de DeMille, de quien heredó su reino y mandamientos (que son los tres de Hawks: entretener, entretener y entretener), bien afirmado a la proa del mundo, abiertos los brazos al viento de los pobres, desde que se enfundó el traje de bucear pecios y hundió el Titanic él solo, es decir: lo reflotó»

No vino Cameron a este valle de lágrimas a hacer películas, sino a hacer imposibles; no vino a distraer, sino a entretener por siempre; no vino a dejar su marca, sino a ser la marca; para bien y para mal, como a menudo sucede con ... quien quiere volar un palmo por encima del suelo o ser chincheta en el mapa, lo sea de verdad o no. A James Cameron no le basta con estar en el mundo, desea crearlo de nuevo y mantenerlo bajo control, mejorar el verdadero, que nunca le bastó, tan pedestre y sujeto a las leyes de la física, limitadoras, imperfectas. Por eso 'Piraña II' no es ya su ópera prima, sino su hija deshonrosa; reconocerla sería manchar una progenie sin defectos, todos sus hijos deben ser hijos del sol. Por eso Cameron nació con 'Terminator', que vino, como él, del futuro para mejorar el presente, con razón o sin razón, y que más que una promesa fue un aviso: su primer «volveré».
A la sombra del barón de Coubertin, ya todo lo haría más rápido, más alto, más fuerte: convirtió en hazaña (bélica) el 'Alien' de Scott –con una 's' de más (¿es suficiente un alien?)–, bajó a las profundidades de 'Abyss' e hizo del agua el espacio exterior. ¿Cuándo un tercer intento (cuarto, si opinan las pirañas) ha tenido tal tamaño? ¿Cuándo ha cabido tanto pez tan pronto, tanto héroe y tanto villano, tanto amor eterno, tanto extraterrestre amable, tanta gesta, tanto ancho y tanto largo? Sólo algunos elegidos convierten la luz en rayo para recordarnos a todos que somos niños ávidos de fascinación, mientras la realidad se ondula a su paso, cada vez más improbable.
Ha hecho Cameron, desde entonces, la-película-más-cara-de-la-historia cada vez. ¿Cupieron más ideas en 'Terminator 2' que en su hermana menor, cupieron mejores? Si una alacena es mayor, ¿es que hay más ropa dentro? Cupo, seguro, el cine, su claridad cinética, la sublimación maestra de la acción. Tuvo Cameron que cambiar de nuevo el mundo, hacerlo más elástico y dúctil, de aluminio líquido, reinventar la ciencia para regalarle al ojo lo que el ojo no había visto (y que, desde entonces, no habría de dejar de ver). La maldición de Cameron es la de Tántalo, siempre con el agua al cuello, o a la altura de la barbilla; la maldición de Sísifo, cuesta arriba por elección, dueño de su propia piedra, más cara y pesada cada vez; la de empezar de nuevo –cada vez– para abrumar de nuevo a todos –cada vez– e hipnotizar –cada vez– a una hornada de espectadores aquejada de su propia maldición: la de Eresictón de Tesalia, que, cuanto más comía, más hambre tenía. Y al revés.
'Mentiras arriesgadas' fue, quizá, su última película 'intrascendente', su última aventura sin coartadas, o sin más coartada que la de entretener. Larga, claro. Hipertrofiada, claro. Cara carísima. Y de las buenas, claro, si todo hay que decirlo, escrita con las manos y con un pulso al alcance de cinco o seis, con actores de mentira y actrices de verdad, divertida, convulsa, ejemplar. Porque James Cameron –no sé si ya se ha dicho– es un cineasta verdadero, un prosista de la imagen, un demiurgo de la escuela de DeMille, de quien heredó su reino y mandamientos (que son los tres de Hawks: entretener, entretener y entretener), bien afirmado a la proa del mundo, abiertos los brazos al viento de los pobres, desde que se enfundó el traje de bucear pecios y hundió el Titanic él solo, es decir: lo reflotó.
Nunca una película fue mayor ni estuvo más empapada, nunca fue más venerada y aborrecida, más mentada, se vio más veces, evitó más parpadeos, triunfó y enfadó más, vivió y murió más de más éxito, coleccionó más premios y agravios, fue más glosada y se vendió y regaló más y en más formatos, fue más ubicua, más irritante, más interminable, mejor. En 'Titanic' está lo mejor de Cameron –que es mucho– y lo peor –que es menos y democratiza lo bueno–, es su reinado de uno solo, su feudo inalcanzable y paralizador. ¿Qué se hace cuando el mundo ya es de uno, cuando todos lo han visto todo porque tú mismo se lo has mostrado, amo de tierras y mares, de rocas y vientos, rey del mundo? ¿Se inventa uno otro?
Cuando ya se tiene todo, dirigir y salir a bucear es lo mismo: algo que se decide al levantarse, o justo después de desayunar. Se acaba el hambre de verdad y, al mismo tiempo, sólo el hambre queda. Entre los azules de 'Titanic' y 'Avatar' pasaron, como pasa el aire, doce años, los que dejaba pasar Kubrick entre catedral y catedral, paralizado por sí mismo y su necesidad potestativa de hacer la última película cada vez. Qué bien se rueda de joven, cuando el mundo está aún por conquistar y todos miran hacia otro lado, cuando son tan pocos aún los impacientes por decepcionarse. Cuánto le pesó a Alejandro ser Magno, en vez de macedonio sólo, ¿qué queda por someter cuando ya no hay más Asia delante y ni siquiera es aún la hora de cenar?
Trece años de los de ahora le ha llevado a Cameron regresar. Casi catorce para darle sentido al agua (de nuevo). Ha rodado cuatro títulos de golpe, para que las matemáticas le reequilibren la biografía, con el viejo mandato –que es el nuevo– de reinventar la mirada y hacer que cuanto cínico pise el orbe quiera disfrazarse otra vez de niño, dispuesto a verlo todo por primera vez.
Más rápido, más alto, más fuerte. Más caro. Más largo. Mayor. En más dimensiones… Tres nunca fueron suficientes para él.
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