Opinión

21 gramos

Allí me amarré, aún más si cabe, a todo lo que había dejado atrás

Reyes Calvillo

Cada noche, entre las siete y las diez de la noche, andamos unos doce kilómetros. No es que sea algo excesivo, en realidad es una longitud semejante a la que podría hacer durante una hora corriendo, pero el frío y la espera hacen que esa ... distancia se expanda en el tiempo y, en ocasiones, pase una factura física similar a la de haber trabajado una maratón. (No dejamos de ser, quizás, una especie de mensajeros que anuncian la victoria en una guerra. La vuelta del carnaval)

Entre peña y peña hay pausas, tiempos más vivos que muertos, adoquines y viento. No existe nada en el mundo que me haga más feliz que recorrer estas calles, contar -ya que cantar no es lo mío- sus historias y sentirme exhausta al llegar al teatro. Qué bendito descanso y fin de jornada ese: llegar al paraíso, abrir cortinas, sentir el arte.

Hace seis años que dejé Madrid.

En aquellos días de febrero, solía acercarme a un bar llamado 'El Perro Andaluz' donde siempre me reencontraba con gaditanos, de carnet y de alma, que hacían menos dolorosa la distancia. Nunca faltaba una guitarra, unos nudillos y alguna que otra resaca a la mañana siguiente. Allí me amarré, aún más si cabe, a todo lo que había dejado atrás. Allí, a más de siete horas de mi casa, entendí que «doce kilómetros» iba a ser la única medida en la que quería contar el tiempo.

Criticaron mi acento, mi cultura y mis pasiones y, sin embargo, aquellos perros continuamos ladrando tan fuerte que el estruendo de los coches se podía confundir con el rugir de las olas. Ladramos tan fuerte que provocamos al levante.

Qué bendito descanso y fin de jornada ese.

El martes, llegué al teatro bien entrada la noche. Los doce kilómetros habían supuesto algunas horas más de las habituales. Los cabrones de la prensa también acusamos esas sesiones interminables.

Una de mis partes favoritas de la noche llega siempre cuando lanzo mi abrigo sobre el foso, me siento en su esquina derecha y disfruto de la esencia de la ciudad.

El martes, llegué al teatro bien entrada la noche.

Lo primero que llama mi atención es lo junto que canta el grupo. Parece que fluyen como la cresta de una ola, a poco de romperse y en la armonía justa para poder navegarla. Parece que abrazan a todos aquellos que naufragan, a los que están lejos, a los que buscan ese faro (7 segundos en oscuridad, destello, dos, dos) que te ilumina para volver a las puertas de tierra. Parece que, por un momento, he vuelto a Madrid y a visitar la taberna del Perro.

Y pienso que, quizás sin saberlo, en ese bar dejamos parte de nuestras almas. Quizás, en esas noches también invocamos un conjuro para hacernos piedra, agua, luna o castillito, y que nos pusiera a su verita. Para dejar de ser esclavos de los suyos.

Ayer cerré «heridas y cicatrices», y me reconcilié con un pasado. Ayer volví a un lugar donde había sido feliz y redescubrí que hace seis años, en un bar de Madrid, viajábamos todas las noches a Cádiz.

Aunque no faltasen las ganitas de que fuesen vacaciones porque, de Madrid, estábamos hasta lo que rima.

Cai de mi alma, qué bonita que estés en todas partes.

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