La vuelta al cole

Como buena estudiante, me encantaba reunirme con mis amigos «de invierno», después de haber disfrutado de los «de verano», revisar los materiales junto a mis hermanos para ver qué se podría aprovechar, la mayoría de las veces los heredaba de vecinos y amigos

Como ya he comentado días atrás este verano he estado estudiando, y lo sigo haciendo, en mi lugar favorito de la casa, mi patio, porque es luminoso y fresquito, y a la vez combate el Levante.

Una maravilla, vamos, no obstante, como dice la canción ... infantil: «El patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja, como lo demás». Y con los dos o tres días de cortas lluvias que hemos tenido, pues eso, que se mojó, haciéndome este hecho, consciente del cambio climático que se avecina, que junto a los anuncios de El Corte Inglés y los artículos periodísticos hablando de los calendarios de la vuelta al cole, y de los trucos de cómo gastar menos en este año de alta inflación, me hacen sentir ñoña y recordar con nostalgia, que no pena, mis vueltas al cole a lo largo de los años.

Tengo algunos recuerdos de la «guarde» allí en Madrid, como el comedor, las siestas, el «baby» y las rebanás de pan con nocilla (sí, entonces no había nutricionistas). Pero sin duda, los mejores recuerdos fueron a partir de que me sentaron en un mullido sillón, de una oficina que no sabía cuál era, pero supongo que sería algún departamento de Educación, en la que un señor enjuto y trajeado le decía a mi madre que no quedaban plazas en el colegio de monjas y que tenían que derivarnos al colegio Bartolomé Esteban Murillo, alias Capuchinos.

De lo cual me alegré mucho, porque me encantaba ese colegio que tenía techos de cristal en forma de pirámides, pensé que era el colegio más chulo del mundo. Años más tarde no pensaría lo mismo, cuando el agua de lluvia se calaba por las juntas de las monteras, pero eso es otra historia.

A lo que iba, como buena estudiante, me encantaba la vuelta al cole: Reunirme con mis amigos «de invierno», después de haber disfrutado de los «de verano», revisar los materiales junto a mis hermanos para ver qué se podría aprovechar, la mayoría de las veces los heredaba de vecinos y amigos, lo cual hacía que para mí fueran como nuevos. Pero sin duda, lo que más me gustaban eran los libros de texto, la mayoría de las veces eran donaciones del APA, el AMPA se formó después, y que yo hojeaba días antes para ver qué nuevos conocimientos me encontraría, obviamente los de matemáticas no entraban en esta dinámica, pero sí los de Naturales y Sociales con sus ilustraciones, y a veces los de religión también, los de lectura no los abría porque quería que las historias fueran sorpresa.

Observaba con minuciosidad cada página, por si a los del APA se les había pasado algún libro subrayado o garabateado, nadie quiere un libro profanado, al menos que haya sido el mismo el que lo haya subrayado con colorines, no obstante, a veces encontraba alguna anotación curiosa que no me molestaba o unos trazos de lápiz mal borrados.

Pero lo que ya era el 'summum' de la felicidad en este aspecto, al menos para mí, era cuando tocaba el «curso de estrenar libros» y allí que iba con mi madre a la papelería Alfa-2 en la calle Pelota, ahora convertida en comercio náutico, (cuyo escaparate sigue siendo una maravilla) a por mis libros Santillana, para mí los mejores, nada que ver con esos Anaya que usaban en «otros colegios», por favor.

Así pues, con todo mi material ordenadito, mis libros bien forrados, con forro normal y fixo, nada de ese invento del demonio que era el forro «de pegar», metidos en mi mochila, emprendería la que sería mi ruta diaria durante el curso, a saber: Venezuela, Profesor Alcina Quesada, cuesta cerca de Capuchinos y a su templo… Templo del saber.

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