El último de la fila
La cultura es, también, una herramienta esencial, sobre todo, en países de gran riqueza etnológica, para que muchas personas puedan desarrollar su proyecto de vida y para que puedan aportar todo el talento que tienen a la sociedad
Muchos representantes públicos - independientemente de su ideología - reconocen que la cultura se toma, en ocasiones, en el ámbito de la política, como una cuestión menor.
Cuando se les nombra encargados de esa área, algunos lo ven como un cargo de compromiso, más que como un ... premio. Hay administraciones en las que, incluso, esa rama queda muy desdibujada y se deja en un segundo plano.
Sin embargo, quienes conocen el sector - desde lo público o desde lo privado - afirman sin tapujos que es un error mayúsculo verlo así. Sobre todo en países que tienen tantísima riqueza cultural como es el caso de España.
En primer lugar, porque la cultura es el «sello de identidad que nos define». Si entendemos cultura como un conjunto de costumbres, tradiciones, y maneras de hacer de un lugar o de un momento, que tienen su reflejo en la arquitectura, la gastronomía, el cante, el baile, el teatro o la literatura; borrar ese «sello» o dejar que caiga en el olvido sería sinónimo de acabar con parte de lo que somos. Por tanto, los poderes públicos deben de velar por la cultura, porque sin ella, las sociedades dejan de tener un punto de referencia y, por tanto, es complicado que avancen en la dirección adecuada.
Pero no solo es un tema de seguir siendo conscientes de lo que somos, de donde venimos y hacia donde vamos. La cultura, además de definirnos, nos forma como personas. Dicho de otro modo: nos hace más humanos y es, además, el motor de muchos cambios sociales.
Casi siempre, cualquier cambio de mentalidad ha venido precedido de una revolución cultural. Los mal llamados «progresistas» lo han entendido mucho mejor que los liberales y conservadores, por eso, normalmente, han sabido introducir su visión social y política en el entorno cultural. Tiene mucha más influencia en el voto, como suele afirmarse con frecuencia, una voz autorizada del ámbito de la cultura o del deporte, hablando sobre un tema en concreto que un político. Tiene más impacto una serie o programa de entretenimiento que cualquier declaración institucional. La teoría todos la saben, pero solo unos pocos, la aplican.
Además de todo lo anterior, la cultura no es solo una cuestión de identidad y de construcción de marcos mentales. La cultura es, también, una herramienta esencial, sobre todo, en países de gran riqueza etnológica, para que muchas personas puedan desarrollar su proyecto de vida y para que puedan aportar todo el talento que tienen a la sociedad. Y es que, multitud de artistas – pintores, músicos, cantantes, escultores, etc. -, de historiadores o simplemente, de personas que aman la cultura, tienen su modo de vida vinculado a este ámbito. La cultura es también una industria que representa un importante porcentaje del PIB y es motor para otras industrias como el turismo.
Por eso, como en otras facetas, los poderes públicos deben de apoyarla. La compra de voluntades con un «bono cultural» que impone qué es cultura o qué no y que está enfocado maquiavélicamente a la franja de edad que va a comenzar a votar, no es la solución: porque discrimina y porque, como ya se está viendo, los ingresos, en muchos casos, no revierten directamente en el sector.
La solución como siempre pasa, sobre todo, por dar facilidades: ayudar a que los más jóvenes puedan compatibilizar su formación artística con la formación reglada como sí que ocurre con los deportistas de élite, aumentar la flexibilidad de ese sector en el ámbito laboral, incentivos fiscales y otras muchas cuestiones. Pero, también, por empezar a ser conscientes de la importancia del sector dentro de la acción política. Un ámbito que, en muchas ocasiones, en nuestro país, se trata como «el último de la fila» y que, sin embargo, debería ser prioritario. No obstante, como suele decirse, «los últimos serán los primeros». Llegará, seguro, un punto que esto empiece a ser así.