OPINIÓN
La Toscana y Castilla
En el mundo en el que vivimos, por suerte o por desgracia, va perdiendo importancia lo que eres y va adquiriéndola lo que «proyectas» a los demás que eres
Alguien me dijo una vez que, sin ánimo ninguno de menospreciarla, la Toscana italiana era cualquier zona de Castilla con «marketing». Salvando la cuestión religiosa, Asís podía ser una localidad como Pedraza, y el entorno de cipreses y campos dorados de cualquier villa, alguno a los que cantaba Machado en sus poemas.
Tiempo después, otra persona, me hizo otra reflexión similar: que muchos de los productos que ensalzábamos al visitar otros países como delicias gastronómicas, eran productos que, en España, teníamos a nuestro alcance y que no tratábamos adecuadamente. Una tabla de quesos franceses, o una tabla de patés, podían estar realmente ricos, pero en nuestro país teníamos también quesos y embutidos dignos de poner en cualquier tabla con un precio de dos cifras y, muchas veces, no lo hacíamos.
Por suerte, España ha ido despertando, y nuestros productos en el último tiempo cada vez se venden mejor. Los productos andaluces y de la provincia de Cádiz, también. De hecho, la provincia cada vez tiene mejor prensa exterior y, por ende, mejor «marketing». Es decir, cada vez tenemos más presencia internacional y lo que albergamos es más valorado por todos.
En el mundo en el que vivimos, por suerte o por desgracia, va perdiendo importancia lo que eres y va adquiriéndola lo que «proyectas» a los demás que eres. El ejemplo más claro lo tenemos en las redes sociales ¿cuántas de las personas que vemos en ellas exportan una imagen que no se corresponde físicamente con lo que son en la realidad?
Algo similar lleva tiempo ocurriendo, también, en la política. En el ámbito internacional en general y, en el nacional, en particular. El «marketing» político ha conseguido en los últimos años darle la vuelta a muchas cosas que antes eran impensables. El paradigma, además, de esto, de la cosmética más elevada y del «marketing» político más fino es el término «progresista». Tradicionalmente, los nacionalismos disgregadores, es decir aquellos que buscan la escisión de un territorio por motivos económicos, de raza o culturales eran considerados como algo alejado de la búsqueda del progreso. Máxime, con la tendencia general de la política a universalizar los derechos y los servicios con organizaciones de países como es la Unión Europea.
Por el contrario, la maquinaria mediática de cierto sector de la política en general y de España en particular, ha conseguido que, en nuestro país, el nacionalismo excluyente sea sinónimo de avance y de lo «correcto». Cuando escuchamos el término «coalición progresista» muchos nos preguntamos, en qué consiste realmente eso de ser progresista. ¿Es ser progresista decir que hay personas que, por su apariencia, o forma de vestir no parecen catalanes? ¿Es progresismo excluir a quienes, libremente, prefieren hablar en la lengua común entre españoles? ¿Es progresista llevar condenados por terrorismo en las listas electorales? El «marketing» así lo ha logrado. Al igual que han conseguido que un suspenso sea un aprobado, que rebajar penas a malversadores y violadores, también sea sinónimo de «progreso», que la hemeroteca no importe o que perder las elecciones, saltarse el confinamiento, desproteger a las menores «tuteladas» en un territorio donde gobiernas, entre otras hazañas, sea sinónimo de merecer un premio político.
Y ahí está la clave del asunto: que con «marketing» y trabajando el relato hasta un trozo de cemento, puede tener interés y considerarse valioso. El problema es que, al igual que a España le ha pasado durante mucho tiempo - por lo de la Toscana y Castilla, por nuestra Leyenda Negra y otras tantas cosas - le pasa a la alternativa al «falso progreso»: que, teniendo, mejores ideas para mejorar la vida de las personas y sabiéndolas ejecutar mejor, no es capaz de proyectar lo que es, y evitar que otros lo proyecten erróneamente, haciendo creer a la población española que son un monstruos de dos y tres cabezas. Y es en eso, en lo que si queremos que España cambie, muchos tendremos que esforzarnos. La Toscana y Castilla siempre serán un buen ejemplo para recordarlo.