El ocaso de la fama
Porque, aunque en algún momento podamos llegar a pensar que el verano es eterno, septiembre está ahí para decirnos que el otoño acaba llegando
Aunque noviembre es el mes que, tradicionalmente, asociamos al final de la vida terrenal y, aunque diciembre sea la fecha en la que un año llega a su epílogo; septiembre tiene, también, cierto carácter de agua que deja de fluir y se acaba estancando.
En ... septiembre, la luz del verano, las tardes interminables, el sol radiante y las vacaciones, por lo general, comienzan a disiparse. Es el momento de volver a la rutina, al colegio, a la universidad, al trabajo y – según el caso - a la cruda realidad. Septiembre nos recuerda que todo periodo de esplendor tiene un inicio, pero, también, tiene un final. Septiembre es un espejo que refleja que la ociosidad, habitualmente, no es eterna.
Porque, aunque en algún momento podamos llegar a pensar que el verano es eterno, septiembre está ahí para decirnos que el otoño acaba llegando. Siempre es bueno tener los pies en la tierra, porque la vida está llena de «ocasos» y que todo lo que sube, acaba bajando.
La fama es algo similar al verano: parece eterna, como una tarde de sol en un chiringuito de playa, pero acaba consumiéndose y secándose como si fuese arena mojada. Y como el exceso de luz, te acaba cegando. Las diferentes producciones cinematográficas, así como documentales que cuentan la vida de artistas – Elvis Presley o Freddy Mercury, por citar algunas recientes – nos muestran cómo la fama les cegó tanto que acabaron tomando caminos que destruyeron pilares esenciales su vida. Sin embargo, otros «genios», supieron compatibilizar su mente privilegiada y sus dotes sobrenaturales para una actividad – como el caso de Ennio Morricone – con no tirar su vida personal por la borda.
Es curioso analizar como la mayoría de las estrellas de diferentes ámbitos: deporte, cine, televisión o música, acaban derrochando infelicidad y teniendo finales o bien trágicos, o bien decadentes. Las subidas y bajadas de peso corporal suelen ser descomunales y habituales, el coqueteo con el exceso de alcohol y con las drogas un clásico, así como el hecho de dilapidar la fortuna que pudieron, en un momento de bonanza, amasar.
A menor escala, muchas veces eso también ocurre en la política: quien está arriba, en la cúspide, puede acabar cayendo. Quien ostenta el poder, incluso casi todo el poder, puede acabar condenado a la irrelevancia y arrinconado; ya bien sea por errores propios, por conjuras ajenas o por el fin de un ciclo.
Aquellos que caen del «olimpo de los dioses», coinciden en que vidas que, antaño, estuvieron llenas de ruido, acaban ensordeciéndose, siendo invadidas por un silencio agridulce. Todos coinciden, también, que cuando la caída llega, solo quedan quienes fueron los principales damnificados del periodo de esplendor: la familia más próxima y los amigos más cercanos, los de siempre. Por eso, muchos apelan a que, independientemente de la profesión, a pesar de que la vida pública pueda llegar a consumir, siempre es bueno no perder las raíces y no olvidar de dónde venimos. Y es que, el día que el río llegue a la mar, será ese el lugar, el origen de todo, al que poder volver en calma.
Por eso, cuando mejor van las cosas, es bueno mantener siempre la humildad; no perder el contacto de la realidad y seguir escuchando a quien siempre estuvo ahí, en las buenas y en las malas. Es quizás, también, esencial, en esos momentos de éxito, no olvidarse de quien puede estar en horas bajas, porque la vida es una rueda de la fortuna cuyos extremos se pueden invertir.
Aunque el barco se pueda hundir, en un momento dado, hay salvavidas que siempre estarán. No es cuestión solo de valores - que también - es cuestión de inteligencia. Porque el ocaso de la fama siempre puede llegar, aunque algunos piensen que eso a ellos no les pasará nunca.