OPINIÓN
La cuesta de enero
El apagado de las luces navideñas, significa para cierto sector de la población que la luz al final del túnel se apague. Y con la oscuridad, los miedos es cuando más afloran
La mañana del 6 de enero suele amanecer, especialmente para los más pequeños, con una ilusión desbordante que, en algunos casos, puede ir tomando un tono melancólico mientras que la jornada va avanzando. El fin de las fiestas navideñas llega y para muchos eso significa ... cierta tristeza. Una sensación frecuente salvo que detestes la Navidad o seas, en algunos lugares, gran aficionado al carnaval o un cofrade que desea que la Cuaresma llegue ya.
Durante la infancia no estamos libres tampoco de esa peculiar tristeza, no solo por el final de la Navidad, sino por motivos variados. A veces, ese sol frío de enero que intenta calentar a los más pequeños cuando juegan con los regalos de los Reyes Magos, puede ocultar en ellos el miedo de quien teme volver en unas horas a la escuela. Lugar en el que, quizás, no puedan vivir en paz porque otros no les dejen. Esos otros que quizás, a través de alguna aplicación móvil, les hayan deseado de manera insistente una 'infeliz' Navidad.
Si hace unas décadas los peligros a los que se enfrentaba un menor de edad estaban relacionados sobre todo con las malas amistades y con lo que le pudiera pasar a pie de calle - algo parecido al fatídico destino de los protagonistas de películas que han marcado la historia del cine como 'Érase una vez en América' o una 'Historia del Bronx'.
El apagado de las luces navideñas, significa para cierto sector de la población que la luz al final del túnel se apague. Y con la oscuridad, los miedos es cuando más afloran. Pueden ser los miedos de un menor, pero también los de un universitario con frustración académica, los de un joven que no sabe cómo conseguir acceder al mercado laboral, los de un adulto que no encuentra el sentido de la vida o los de un mayor que se siente solo. Porque nadie es inmune, como se publicaba esta semana, a vivir la sensación de que su mente quiera decir basta.
Casi tres millones de españoles, según publicaba en un estudio de la empresa demoscópica Sigma 2, han tenido en algún momento un pensamiento suicida. Esto es, que si ese pensamiento se hubiese convertido en una acción ejecutada, casi el número de habitantes que tiene una ciudad como Madrid se habrían quitado la vida. Y dentro de ese grupo de españoles, el que tiene mayor tendencia es el de la franja de edad por debajo de los treinta años, según afirma GAD3 junto a The Family Watch. Su último Barómetro de Familias afirma que el 68% de los jóvenes afirman sentir soledad. Franja de edad que no solo lo piensa, sino que, desgraciadamente, cada vez actúa más, aumentando el número de suicidios de jóvenes y adolescentes.
Una generación de «cristal», llena de cristales rotos y, radicalmente dependiente del cristal de sus pantallas, en parte responsable de esa fragilidad. Una generación que tiene que aprender a ser más fuerte, pero que vive permanentemente pendiente de estímulos y cambios externos que no le dejan asentarse y adaptarse.
Por eso, la vuelta a la rutina se puede convertir para muchos en una particular «cuesta de enero». Para muchos alumnos, como afirmaba un psiquiatra hace poco, significa afrontar el examen de la asignatura más difícil.
Reforzar el entorno familiar y de amistad, enseñar a diferenciar lo virtual de lo real, dar la justa importancia a cada cosa y ayudar a encontrar el sentido verdadero de nuestra vida así como el camino mejor para recorrer, ayudan a encarar la pendiente de esa cuesta.
Y la política debe, sin dudas, ser la que nos dé herramientas para facilitar esa subida de la pendiente: atajando los problemas reales y no creando otros nuevos. Porque si la generación que viene se fragmenta por completo, nuestro futuro también lo estará haciendo y, por tanto, en unos años no nos quedará nada. Sólo cristales rotos.
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