OPINIÓN
Un verano eterno
Reconozco que no me importaría viajar a través de los años y recuperar una semana de mis veranos simples, lentos y tranquilos
Ahí estaba yo, sentada en la terraza de un chiringuito cualquiera, con la piel pegajosa por la mezcla de sal, arena y protector solar factor 50- porque ya no estamos para bromas con el sol-, cuando me asaltó ese pensamiento que nos persigue a todos ... los que peinamos más canas que ilusiones: ¿dónde diablos se ha metido el verano de mi niñez?
No hablo de ese verano meteorológico que nos achicharra sin piedad y nos hace añorar el frío que tanto maldecimos en enero. No. Me refiero a ese verano mítico, ese que vive en nuestra memoria colectiva como una especie de paraíso perdido, un oasis de libertad y despreocupación que parece haberse finiquitado más rápido que un mojito en la playa.
Recuerdo aquellos veranos interminables, cuando el tiempo se estiraba como un chicle y los días parecían no tener fin. Éramos los reyes del mambo, con nuestras bicicletas y nuestros bañadores de colores ñoños que nos encantaban. El mayor dilema existencial era decidir si íbamos a una playa u otra, saber de qué ibas a rellenar el bocadillo y adivinar de qué humor estaba tu madre para intentar alargar un poco más la vuelta a casa. «Montunos perdidos» como recordaba una amiga. Pero felices.
Felices a pesar del calor, de tener que hacer deberes, de cumplir con las tareas asignadas en casa para que no te volvieras una floja, de aburrirte como una mona porque tu cuerpo te pedía salir ya pero se ve que al de tus padres les faltaba energía…
Y ahora, ¿qué ha sido de ese verano? Pues por más que me pese, estos meses se han quedado como un paréntesis de dos o tres semanas con suerte en el que me debato entre no hacer nada o exprimir hasta el último minuto, maleta arriba kilómetros abajo, de un lado a otro, para que me de tiempo a cumplir con todo lo que me apetece hacer.
Qué equivocada estaba cuando pensaba que las vacaciones escolares eran eternas y hasta se me hacían pesadas porque los días en mi pueblo pasaban, o eso creía yo, sin pena ni gloria. ¡Ay, qué tiempos aquellos! Reconozco que no me importaría viajar a través de los años y recuperar una semana de mis veranos simples, lentos y tranquilos.
Quizás el truco esté en aprender a llevar ese verano dentro, como quien guarda un tesoro secreto. En saber encontrar esos momentos de libertad y despreocupación en medio del caos cotidiano. En reírnos de nosotros mismos cuando nos pillamos añorando tiempos pasados.
Porque, pensándolo bien, ¿realmente querríamos volver a ese verano eterno, con sus incertidumbres, sus dramas adolescentes y esa sensación de estar perdiéndonos algo constantemente? Si me detengo a pensar un poco más, lo que añoramos no es tanto el verano en sí sino esa capacidad de vivirlo todo con una intensidad que parece haberse diluido a estas altura de la película, de ser dueños de un tiempo que parecía infinito, con horas multiplicadas por mil donde la lista de planes por hacer chocaba inexplicablemente con el aburrimiento de un momento para otro.
Así que propongo un brindis, en esa misma terraza donde quizás se encuentre, por todos esos veranos que fueron y los que vendrán. Por esos momentos robados al tiempo en los que, por un instante, volvemos a sentirnos libres, pequeños e inocentes. Por esa capacidad de ilusionarnos con lo cotidiano, de convertir un simple chapuzón en el mar en una aventura.
Y si, en medio de la rutina y el calor asfixiante, les asalta la nostalgia de aquel verano mítico, recuerden que sigue ahí, en algún rincón de la memoria. Porque, al fin y al cabo, estos meses no son tanto una estación del año como un estado de ánimo. Y eso, queridos lectores, es algo que ni el tiempo ni las obligaciones nos pueden quitar.