Opinión
El turno, por favor
¿Dónde ha quedado nuestra sensibilidad, nuestra preocupación por el otro, nuestra empatía?
No sé si habrá sido casualidad o que dejamos de estar «anestesiados» como comentaba el director de esta cabecera, Ignacio Moreno, hace unos días en su videoblog, pero parece que la realidad de puertas para fuera de nuestra casa comienza a captar nuestra atención. En ... un mismo día la opinión de Moreno sobre «cómo la sociedad actual –en general– es incapaz de preocuparse por ningún asunto que no le afecte directamente» y dos conversaciones casuales en una cafetería hicieron saltar la alarma de mi interés por esta cuestión que llevaba tiempo rondándome por la cabeza. ¿Dónde ha quedado nuestra sensibilidad, nuestra preocupación por el otro, nuestra empatía? Pongo como ejemplo una anécdota navideña, el mismo día de Nochebuena. Estropeada la máquina de turnos de una gran superficie, la gente comenzó a llegar a los mostradores que despachan el pescado, la carne o la charcutería. Eran la hora de apertura y con la habitual prisa que nos corre por las venas en estas fechas, los compradores comenzaron a apelotonarse frente a la vitrina del dependiente preguntando en voz alta qué debían hacer o quién había llegado el primero.
Aquí hago un inciso, y es que estaba claro el turno de cada persona porque no se trataba de los asistentes a la carrera de San Silvestre, sino de darse la vez entre, como mucho, una decena de personas. Ante la nula respuesta del tendero, un listo, que de eso siempre ha habido, se percató de que en otra zona del establecimiento se podían adquirir números para ese mostrador también. Ni corto ni perezoso, apareció con su turno en mano sin respetar a quienes habían llegado antes que él. En fin, que con cara de indignados, los presentes fueron desfilando a regañadientes hasta el otro dispensador de números, conformándose con el puesto logrado.
Sin embargo, un muchacho, viendo que quien le precedida y le seguía a él en su «vez original» no se movían, manifestó un gesto que a mi me pareció de gran generosidad, trayendo con él tres números. El rostro de sorpresa y gratitud de los agraciados con la papeleta de la pescadería, un anciano y una mujer de cuarenta años estimo, ni se lo creían: un extraño realizando una buena acción por los demás. ¿No les parece triste? La incredulidad, digo.
Un acto que debiese ser espontáneo y natural alegró la Navidad a los desconocidos y a mi me hizo pensar que aún queda buena gente por el mundo. Personas que miran a su alrededor y no solo a su ombligo como ya nos hemos acostumbrado. Me apena que este hecho me arranque una sonrisa cada vez que lo recuerdo porque creo que debería de ser la tónica dominante y, sin embargo, al mismo tiempo me consuela comprobar que, más allá de egos e individualidades, somo capaces de convivir en sociedad, como seres humanos.
Porque ya no sé en qué mundo vivimos cuando ha ganado en Estados Unidos Donald Trump por segunda vez o que se pase de puntillas ante el asunto de Nicolás Maduro en Venezuela, donde más de siete millones de personas han abandonado su país, la segunda migración a nivel mundial hasta el momento sin que medie una guerra en su territorio. Me pregunto hasta dónde vamos a llegar en nuestra propia concepción de lo que nos merecemos cuando son nuestros problemas los únicos que importan. No soy Santa Teresa de Calcuta pero parémonos, como dice el director, a levantar la mirada y ser conscientes de lo que pasa a nuestro alrededor. Comportémonos más como ese muchacho del supermercado y lo mismo hasta nos va mejor.