OPINIÓN
La soledad del lector artificial
Los defensores de estas tecnologías argumentarán que son herramientas, no sustitutos
Hace dos años, cuando ChatGPT irrumpió en nuestras vidas, muchos pensamos que se trataba de otro juguete tecnológico más, una curiosidad pasajera que acabaría en el cementerio digital junto a los tamagotchis y los blogs personales. Qué equivocados estábamos. Los datos son inquietantes: nuestro cerebro, ... ese órgano que evolucionó durante milenios para procesar información compleja, ahora se conforma con píldoras de conocimiento predigerido por una máquina. Ya no leemos: escaneamos. Ya no escribimos: ensamblamos. ¿Estaremos yendo marcha atrás?
Si el escritor estadounidense Bradbury levantase la cabeza… Él, a quien a finales de 1949, un incidente aparentemente trivial en Wilshire Boulevard le inspiró a escribir sobre un futuro donde caminar se consideraba una actividad sospechosa, nunca se creería un visionario. Esa disparatada clarividencia le llevó a construir un mundo donde el gobierno quema libros y castiga a los ciudadanos que los leen. Pero hoy, como en aquella distopía del americano, no es el fuego lo que amenaza a la palabra escrita, sino una forma más sutil de extinción: la automatización de la escritura. La diferencia es que esta vez aplaudimos mientras sucede.
Pero quizás, lo verdaderamente perturbador no es que las máquinas escriban como humanos, sino que los humanos empecemos a escribir como máquinas. Los programas de escritura asistida nos sugieren completar frases, como repartidores de pensamientos preelaborados. «Puede ser más conciso», nos dice Microsoft Editor. «¿Quiere un tono más informal?», pregunta Grammarly. Y así, palabra a palabra, delegamos la esencia misma de nuestra expresión.
En las universidades, los profesores observan con perplejidad cómo los trabajos académicos se han convertido en ejercicios de copia y pega digital. La tentación es demasiado grande: ¿por qué pasar horas investigando cuando un algoritmo puede sintetizar décadas de conocimiento en segundos? Es la versión moderna de aquellos «hombres libro» de Fahrenheit 451, solo que esta vez no memorizamos las obras, sino que las delegamos a la nube.
La ironía es deliciosa: mientras nos preocupamos por si la IA superará la prueba de Turing, nosotros vamos suspendiendo, día tras día, el test de humanidad. Los estudiantes entregan ensayos generados por IA, editados superficialmente para incluir errores deliberados, en un intento casi conmovedor de parecer más humanos. Como aquellos monos infinitos de Borges que eventualmente escribirían el Quijote, hemos creado máquinas que pueden replicar la forma, pero no el alma de la literatura.
Los defensores de estas tecnologías argumentarán que son herramientas, no sustitutos. Que potencian nuestra creatividad en lugar de reemplazarla. Pero cuando el gigante de Microsoft anuncia que su IA puede responder correos electrónicos sin siquiera leerlos, uno se pregunta si no estamos externalizando hasta nuestra capacidad de interacción social. Las conexiones personales, esas que antes cultivábamos con cartas escritas a mano o conversaciones, ahora se procesan a través de algoritmos que predicen nuestras respuestas emocionales.
La lingüista Naomi Baron lo advierte: estamos cambiando nuestras expresiones a unas más directas, más homogéneas, que paradójicamente nos conducen a una mayor soledad. Sus observaciones sobre cómo la tecnología está transformando nuestra manera de escribir no dejan de resultar inquietantes: cada vez delegamos más nuestras palabras a algoritmos predictivos, convirtiendo la comunicación personal en un ejercicio de automatización.
Quizás sea momento de recordar que la imperfección del lenguaje humano, con sus ambigüedades y sus tropiezos, no es un defecto a corregir sino una característica que nos define. En un mundo cada vez más automatizado, tal vez la verdadera revolución sea preservar nuestra capacidad de escribir mal, de dudar, de borrar y volver a empezar. Porque en esa incertidumbre es donde todavía reside nuestra humanidad.
Porque la IA no percibe el sarcasmo en expresiones como «eres un angelito» ya que tampoco necesita entenderlo. Su objetivo no es comprender, sino simular comprensión, como un espejo que refleja sin ver, como el perfecto cristal que solo se nota cuando nos golpeamos con él.