OPINIÓN
De Norte y Sur
La celebración de la Semana Santa deja en evidencia nuestras contradicciones como país
Cada año, cuando abril se asoma, España se divide en dos mundos paralelos: el norte silencioso y el sur jubiloso. La celebración de la Semana Santa deja en evidencia nuestras contradicciones como país, aunque no siempre fue así. Lo que hoy percibimos como tradiciones inmutables — ... y estoy escribiendo sobre el recogimiento castellano frente al bullicio andaluz— es, en realidad, producto de una fractura histórica relativamente reciente.
Hasta el siglo XVIII, ambas celebraciones compartían elementos comunes como las procesiones nocturnas, penitentes anónimos bajo capirotes y flagelantes de espalda descubierto. Todo muy barroco también. El punto de inflexión llegó con los ilustrados de Carlos III, esos funcionarios obsesionados con la racionalidad que veían en nuestras tradiciones un puñado de excesos y desorden que había que apaciguar.
En 1777, el ministro Campomanes, con su mentalidad reformista, ejecutó una Real Cédula que pretendía meter en cintura aquella fiesta «populachera y flagelante». Se prohibieron entonces las procesiones nocturnas, los instrumentos musicales en los desfiles, el anonimato bajo las túnicas y, por supuesto, cualquier forma de mortificación pública. El objetivo era claro: depurar la religiosidad popular de sus elementos más viscerales.
La norma cayó como una losa sobre Castilla, donde los funcionarios reales la aplicaron con celo burocrático. Mientras tanto, en Andalucía, aquellas mismas prohibiciones fueron recibidas con esa resistencia pasiva sureña: se acataba, pero no se cumplía. Los sevillanos levantaban el antifaz al pasar frente al tribunal que controlaba los horarios, para volver a bajarlo metros después.
El siglo XIX consolidó esta separación de caminos. En el sur, la Semana Santa evolucionó hacia una celebración festiva, de barrios, turística y exuberante. En Castilla, se replegó sobre los valores que consideraba propios: el rigor, la contención y el silencio.
Lo que ignoraban aquellos ilustrados era la extraordinaria capacidad de adaptación de estas fiestas. Hoy, la Semana Santa es una celebración transversal que sobrevive a todos los intentos de domesticación. Una fiesta de culturetas y de devotos, de creyentes y de pasotas que sigue resistiendo, irreductible, el paso del tiempo y las modas. Porque si algo caracteriza a nuestras tradiciones es su obstinada tenacidad a dejarse reformar si el pueblo no quiere.