OPINIÓN

Increíble pero cierto

Digo yo que crecer sin dispositivos tech no será tan malo cuando estas destrezas son tan antiguas como la propia humanidad

Aún me sigue pareciendo sorprendente que las hijas de dos grandes amigos no convivan con pantallas en su día a día. En su rutina diaria no hay cabida para los móviles ni para las tabletas aunque sí disponen de algún tiempo frente al televisor si ... no tengo mal entendido. Una de ellas ya supera la década de edad y la otra está próxima, por lo que no les estoy hablando de un par de chiquillas de parvulario que aún no tienen claro lo que quieren. Ya son dos preadolescentes, porque hoy en día esta etapa llega antes, rodeadas de dispositivos tecnológicos desde la más tierna infancia y con una agudeza mental, herencia familiar, que deja sin argumentos a más de uno y de una con escasas neuronas en activo.

Por eso, cuando nos contaban la proeza de mantener a sus vástigas lo más lejos posible de la adictiva luz azul mientras nos poníamos al día en una terraza portuense, mi cara de asombro e incredulidad crecía en igual proporción que mi admiración hacia este estilo de educación que han adoptado.

Creo que es mi faceta estoica la que se revela cuando aprecio el gran sacrificio que supone anteponer el bienestar presente y futuro de un descendiente al innato y entroncado sentimiento egocentrista que en mayor o menor medida todos albergamos. Porque reconozcámoslo, lo más sencillo es mantener una conversación entre adultos si les proporcionas a los pequeños de la estancia una pantalla cargada de estímulos irresistibles para su cerebro o ansiar una hora de descanso de peticiones, broncas o consultas incesantes antes de la cena a cambio de dejarles juguetear con el móvil.

Volviendo a mis amistades, desconozco el origen de su oposición para con los aparatos tecnológicos pero soy consciente de que el tiempo les está dando la razón. Es noticia que organismos como la Unesco han pedido a los Gobiernos que revisen sus planes de digitalización en los centros educativos y evalúen la pertinencia del uso de dispositivos en los colegios, sobre todo en edades tempranas. El motivo, la inexistencia de pruebas sólidas que respalden el valor añadido de la tecnología durante la etapa de aprendizaje, a lo que se suma también la opinión de numerosos docentes que aseguran observar en las aulas la disminución de la capacidad de concentración cuanto más recurren a la tecnología en sus programas pedagógicos.

Si bien es cierto que durante la pandemia la conexión online entre centros y alumnos supuso una cierta regularidad educativa, cuatro años después, este sistema parece no estar siendo tan positivo como se presuponía. Es fácil sacar a colación en este punto de la columna la interesante posición de los gurús de Silicon Valley que no dejan ni por asomo que sus hijos dispongan de móvil o redes sociales y les llevan a colegios en los que solo se da uso a lapiceros y libretas. Cuanto menos da que pensar.

Sin embargo, no quiero dejarme arrastrar por las teorías de los «neoluditas» de este siglo que ven en la tecnología a Satanás, pero coincido con mis amigos en la necesidad de intervenir en el uso, y demasiadas ocasiones abuso, de los portátiles y smartphone en edades tempranas. Aunque el desarrollo madurativo de cada niño y niña es diferente, parece probado que en infantil y primaria debe prevalecer la creatividad y la interacción humana ante el teclado y el scroll y, aunque no debemos criar analfabetos digitales, cada vez tengo más clara la imperiosa obligación de favorecer una educación digital acorde con el desarrollo de las capacidades fundamentales. Mal vamos si nuestras generaciones más jóvenes no saben relacionarse con los de su propia especie sin una pantalla de por medio, concentrarse, resolver problemas y conflictos de manera autónoma, poseer un pensamiento crítico propio y creativo o ser empático. Digo yo que crecer sin dispositivos tech no será tan malo cuando estas destrezas son tan antiguas como la propia humanidad.

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