OPINIÓN
No era el lugar
Hoy solo quiero escribir sobre ella. Sobre la superviviente sin nombre, sobre su bebé que tal vez aún no lo tenga, sobre su recuperación en un hospital de Tenerife
Una patera es justo lo contrario. Es el último lugar donde debería de darse un acto tan impactante y significativo para una mujer. Sin embargo, sucede. Y es más frecuente de lo que debería. Esta semana, sin ir más lejos, una de las tantas que ... se la juega por una vida mejor, lo logró, si es que se puede considerar un logro dar a luz en mitad del mar. No ha trascendido su origen. Puede ser de Guinea-Conakry, Senegal, Marruecos, Mauritania, Comoro, Gambia, Malí o Pakistán. Poco importa. Se sabe que partió de la costa occidental de África rumbo a Canarias hacía ocho días y que su alumbramiento tuvo lugar rodeada de 191 personas más.
Esta semana igualmente llegaba al mundo también el primogénito de una buena amiga. Ella, sin epidural porque el pequeño tenía prisa por salir, describía el alumbramiento como algo «salvaje». No se queja y se la oye encantada, «pero menuda experiencia amiga». Tras leer la noticia del cayuco me pregunto que adjetivo le pondría la migrante. Extremo, milagroso, inhumano. No encuentro la palabra. Solo puedo pensar en la suerte que ha tenido «mi reciente mamá» de nacer a este lado del Estrecho.
Solo 13 kilómetros de separación entre la punta de Tarifa y la punta Cires, en Marruecos, marcan la diferencia. Conozco bien el otro lado, aunque bastante menos de lo que me gustaría, y cuando escucho a ciertas personas juzgar a la ligera a la mujer parturienta por embarcarse en tal estado, me encantaría chasquear los dedos y cambiarles por ella. Por no saber que igual es una mujer que ha nacido en un pueblo donde te asaltan en plena noche y te violan o te matan. Por no caer en la cuenta de que ya habrá hecho lo indecible por conseguir un futuro mejor antes de dejar todo lo que conoce. Por dar por sentado que no ha huido más veces de una población a otra, escondiéndose de un extorsionador que no duda en liquidarla con tal de conseguir el dinero que tal vez su padre u otro miembro de su familia le debe. Por no imaginar que la vida, al otro lado, no es ni de lejos, nuestra vida. Se lo aseguro.
Y aquí estamos nosotros, con nuestros hospitales asépticos, al abrigo de inclemencias y sin preocuparnos por si hace mucho calor o frío, porque no estamos a la deriva en un océano al que arrojan por la borda a los que ya no les queda aliento. Solo por eso me siento afortunada. Y como si estuviera oyendo a mi madre decirme «hija, mal de muchos, consuelo de tontos», cuando discutimos porque le hago comparaciones con otros que están en peor situación, reconozco que prefiero ser tonta que desagradecida. Elijo ser feliz con lo mucho o poco que tenga antes que lamentarme por lo que podría ser. Porque soy consciente de que las cosas siempre pueden ir a peor. Pero ese es otro tema.
Hoy solo quiero escribir sobre ella. Sobre la superviviente sin nombre, sobre su bebé que tal vez aún no lo tenga, sobre su recuperación en un hospital de Tenerife. Sobre las lecciones de vida que nos regala una simple noticia. Bueno, no tan simple para sus protagonistas. Y aunque en esta ocasión no hay un documento gráfico, de esos que le gustan inmortalizar al gran Kim Manresa, ese testimonio que otorga «voz a los desheredados», la imagen de esa madre trayendo al mundo lo más preciado que va a tener, con el cuerpo al límite, rodeada de desconocidos y sin el consuelo de saber que todo finalmente saldrá bien, me taladra la cabeza. Que afortunada es mi amiga. Salvaje para ambas.