Opinión
El otro enemigo en la guerra
Cuando la violencia se vuelve cotidiana y las muertes se cuentan por miles, tengo la sensación de que nos volvemos insensibles
El 7 de octubre de 2023 marcó un punto de inflexión en el conflicto entre Israel y Palestina. El brutal ataque de Hamás, que segó casi 1.200 vidas y mantiene bajo su mano a un centenar de rehenes, desencadenó una guerra que, casi un ... año después, parece no tener fin. Desde entonces, he seguido de cerca cada capítulo de esta tragedia, cada escalada de violencia, cada historia. Y con cada titular, con cada imagen, temo que mi capacidad de empatía está llegando a su fin, que mi mirada se ha vuelto rutinaria.
Lo que comenzó como un conflicto localizado se ha ido expandiendo sin control, involucrando a más y más actores. Hezbolá desde Líbano, Irán con sus misiles balísticos, y ahora incluso Siria y Yemen. La violencia se ha convertido en una hidra de múltiples cabezas, devorando la existencia en cada nuevo frente.
La escalada regional del conflicto amenaza con una internacionalización de mayor hondura. La entrada activa de Irán, con el lanzamiento de cerca de 200 misiles balísticos contra Israel, y la apertura a tantos frentes de ataque y contraataque, ha embarcado a Israel en la misión de eliminar a la vez a todos sus enemigos en Oriente Próximo.
Pero quizás, una de las cosas más preocupante de esta escalada de violencia sea la forma en que se ha normalizado lo aberrante. Un claro ejemplo es la atención mediática que ha recibido el uso de dispositivos busca como armas. La novedad táctica de hacer explotar estos aparatos para atacar al enemigo ha eclipsado, en cierta medida, las trágicas consecuencias humanas de estos ataques.
Porque son los civiles quienes pagan el precio más alto. Más de 1,2 millones de libaneses desplazados, casi 2.000 muertos en las últimas semanas. Y en Gaza, la cifra de víctimas palestinas supera las 40.000 desde el inicio de la guerra. Números que abruman y que deshumanizan. Seguro que me entienden.
Cuando la violencia se vuelve cotidiana y las muertes se cuentan por miles, tengo la sensación de que nos volvemos insensibles. A veces me excuso diciendo que se trata de un mecanismo de defensa, que el cerebro rehúye aquello que de otra manera le provocaría una sobrecarga. No sé. Todo me vale.
Creo que nos hemos acostumbrado tanto la muerte y la destrucción, a los desplazamientos y los llantos, que parece importarnos más el cómo que el quién y sus consecuencias en la vida de las personas. Y es en este punto donde debemos detenernos y reflexionar. Porque cuando la forma de la violencia nos importa más que sus víctimas, hemos perdido algo esencial de nuestra naturaleza, la compasión.
Hoy aprovecho el tiempo de reflexión que me brinda esta columna para recordarme que esta indiferencia no debería de ser nuestro escudo. Si levantamos esa barrera, la empatía será la siguiente en caer en esta guerra. Porque si dejamos de conmovernos ante el sufrimiento ajeno, si no nos enfada la injusticia, en ese momento habremos perdido nuestra humanidad.
Más allá de las acciones políticas, de la comunidad internacional en forma de Unión Europea, Estados Unidos o la ONU, que deberían redoblar sus esfuerzos diplomáticos para detener esta escalada de violencia para sentar a las partes en la mesa de negociación-, cada uno de nosotros tenemos un papel que jugar. Debemos resistir la tentación de la indiferencia, de la insensibilidad. Hemos de mantener nuestra capacidad de empatía, de duelo ante lo que consideremos que está mal. Porque es esa chispa de comprensión la que nos impulsa a actuar. No podemos seguir siendo espectadores pasivos de esta tragedia. Creo que es nuestra obligación esforzarnos por seguir conmoviéndonos, por detenernos a ver las noticias como algo más que un mero titular. En resumen, por seguir siendo personas.