el retranqueo
Gordos, feos y calvos
El lenguaje de mucha, y buena, literatura está siendo convenientemente racializado con una limpieza étnica
Ahí están los luchadores de la nueva inquisición contra lo que bautizaron como androcentrismo lingüístico hegemónico. Surgieron en la década de los ochenta con más ruido que eficacia y consolidaron un movimiento de tradición feminista anglo-francesa que proponía la traducción inclusiva de textos literarios, ... desnudándolos de marcadores sexistas. Algo así, inventaron, como una 'traducción compensatoria', una 'metatextualidad' que abandonase cualquier deje machista o despectivo de cualquier obra. Veintitrés años después de morir, Roald Dahl empieza a ver sus textos cancelados con el maniqueísmo ideológico de lo políticamente correcto. Sus cuentos infantiles, su literatura, sus 'matildas' y sus 'charlies' en la fábrica de chocolate, se están sometiendo a una revisión inquisitorial para evitar expresiones que resulten ofensivas. Su lenguaje está siendo convenientemente racializado con una limpieza étnica. Los gordos ya dejan de serlo, y solo son seres 'enormes', los 'hombres pequeños' son 'personas pequeñas', y las brujas calvas que ocultaban su desnudez capilar con pelucas ven cómo se añade una sutil explicación morfológica a su problema: «Hay muchos motivos por los que una mujer puede llevar peluca y no hay nada de malo en ello». Ingeniería social frente a un heteropatriarcado, esa palabra tótem, que todo lo intoxica hasta lograr un pensamiento único en el que nada es neutro… y todo es mentira. Gana la manipulación como forma de prostitución de cualquier legado, de cualquier pensamiento, de cualquier libre ejercicio intelectual.
¿Dejan por esto los gordos de ser gordos, los calvos de ser calvos y los feos de ser feos? No. Pero el mimetismo y el autoengaño nos convierten en una sociedad mejor, más pura, más equidistante, menos incómoda y ofensiva. Y frente a esta autarquía dominante, han impuesto que toda reacción solo responde a retrógrados inmovilistas, desfasados y odiadores profesionales, y nunca a protectores de un patrimonio inmaterial. Porque esto y no otra cosa es la literatura. Dar por anulado el reflejo de la historia, pervertir las verdades que hoy se endulzan hasta suavizarlas de tanto sobarlas, es instaurar una dictadura robotizada de rehenes no pensantes. Así, la consecuencia es la derogación hasta de la propia imaginación. La corriente imperante de esta lobotomía coacciona al lector y condiciona la recreación que cada cual hace libremente, con las imágenes exactas que el autor quiso describir, de una ficción literaria que no es más que eso, un artilugio de disfrute. Cultura, en definitiva.
La semántica no cambia los conceptos. Hay gordos enormes, pero muchos otros no lo son. Si acaso, el bienpensante de mercadillo solo disimula esos conceptos creando lectores mecanizados y sensibleros que en definitiva saben bien que la realidad es tozuda y que no basta un diccionario de neologismos vacíos y metáforas para corromperla. Como si limar una realidad permitiese idear una arcadia feliz de falsedades que se ocultan bajo una alfombra y así dejasen de existir. La ultraprotección victimista que esconde la crudeza de la vida no es solo un error: es temerario manosear el significado de las percepciones humanas con los artificios de tanto intolerante.
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