Opinión
La mujer que vive abajo
«Y aunque de verdad cumpliese lo escrito, no estaría ayudando a esta mujer, sino lavando mi conciencia y encima haciéndolo delante de ustedes»
Llegó hace unos cinco años como suelen aparecer estas personas, sin preguntar y sin avisar. Un día, de repente, se instaló en la esquina entre Andalucía y Portugal, justo al lado del Covirán del chino. Tenía un perro mediano de color negro y la piel ... morena en invierno. También un sol tatuado en el omoplato y un pañuelo anudado a la cabeza.
No pide dinero ni da los buenos días. Tampoco habla con nadie. Bueno, miento, hace como que parlotea por teléfono, muchas veces sin batería, durante largos ratos y con un acento fino, diría que castellano. Si misteriosa es esta mujer, más aún lo es su interlocutor: que es un eco de ella misma.
Para pasar las noches se fue construyendo una suerte de tienda de campaña o capullo de oruga, como los pájaros hacen su nido, rama a rama, recogiendo retales de plástico, rafia, tela y cartón que fue juntando con cinta adhesiva de color negro y marrón. Una de tantas veces que pasé a su lado me di cuenta de que su perrito tenía un bulto en el lomo. Era un tumor que fue creciendo hasta formársele una suerte de joroba lateral: daba auténtica lástima ver a esa criatura.
Cuando el tumor era más grande que el animal, unas chicas de una protectora la convencieron para llevárselo. Por ella jamás vi que preguntara Servicios Sociales. Se quedó sola y como para pasar el luto se vino a pasar los días justo debajo de casa donde echaba de comer a las palomas. Por las noches volvía a su capullo. Pero una tarde de temporal la naturaleza brava arrasó con su guarida y se quedó los días de lluvia durmiendo a la intemperie.
Perdidos su perro y su hogar, se mudó al otro lado de nuestra casapuerta y allí hace apenas una semana empezó a construir de cero otro capullo para guarecerse. Cada cual tiene su manera particular de afrontar las pérdidas, y la mujer de abajo reacciona cambiándose de sitio.
Va para un lustro desde que se instaló, y para nosotros, los vecinos, sigue siendo un absoluto misterio. Ninguno sabemos nada de ella: ni su nombre, ni su vida anterior, ni por qué decidió instalarse en la parte nueva de una ciudad tan vieja. No habla con nadie, y a quien se le acerca lo despide con cajas destempladas.
¿Qué come? ¿Dónde carga el teléfono móvil? ¿Dónde se ducha? ¿Dónde hace sus necesidades? ¿Por qué si la miras al entrar en casa ella vuelve la mirada? ¿Con quién habla? ¿Qué piensa? ¿De dónde viene? ¿Cuál era su profesión? ¿Tiene hijos? ¿Estuvo casada? ¿De dónde saca el dinero? ¿Viven sus padres?
Dado su carácter extremadamente huraño, se ha establecido un pacto implícito entre «la mujer de abajo» y la vecindad: nosotros no la molestamos y ella no nos molesta a nosotros. Así cada vecino entra y sale del portal como si «la loca de abajo» fuese un banco o una señal de tráfico. La mujer invisible.
Dicen que los pactos hay que respetarlos y que son cosa de caballeros. Mas este acuerdo no escrito es un contrato de cobardía e inhumanidad, y una canallada. Y por mucho que esta mujer rechace de mala manera cualquier tipo de ayuda, no es motivo para retirarle la mano tendida.
Quedaría bien cerrar este artículo diciendo que esta noche le bajaré una manta, un termo con caldo, una fiambrera con pavo y dos polvorones, y que le desearé Feliz Navidad aunque ella me responda «Tu puta madre». Y aunque de verdad cumpliese lo escrito, no estaría ayudando a esta mujer, sino lavando mi conciencia y encima haciéndolo delante de ustedes. Un oportunismo pornográfico, al que muchos se entregan en estas fiestas.
Probablemente esta noche pase por al lado de ella como lo hago cada tarde cuando vuelvo de correr, mirando yo también para otro lado a causa de mi proverbial timidez. O no. En fin, yo sólo quería escribir de la mujer que vive abajo.