opinión
El Lincepardo
«Hay que cambiarlo todo para que nada cambie, y en ello están. Por supuesto, para hacerlo más de aquí, el Gatopardo lo cambiamos por un lince ibérico»
A raíz de ver la segunda temporada de 'The White Lotus' (HBO), que transcurre entre los melancólicos palazzos de Sicilia, me entraron ganas de releer la novela 'El Gatopardo' de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.
Ya sabemos que en esta narración –escrita en una prosa exquisita ... que Ricardo Pochtar muda delicadamente al castellano y Benítez Reyes prologa con maestría en la edición de Millenium– el príncipe de Salina y demás nobles del Reino de las Dos Sicilias se pliegan a las tropas revolucionarias y piamontesas de Garibaldi, adelantándose a la jugada, siguiendo la máxima de «si no puedes con tu enemigo, únete a él».
De esta obra, única de su autor y publicada en 1958, se extrajo para el argot político el término 'gatopardismo': que en la novela se expresa por boca del aventajado sobrino, Falconeri, de la siguiente manera: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie».
En la novela, sus aristócratas protagonistas sólo tienen que cambiar una vocal: del borbónico «VERDE (Viva el Rey de España)» al garibaldiano «¡Viva VERDI! (Vittorio Emmanuele Re d´Italia)».
Lo del Gatopardo, literalmente, viene, como se explica en la nota del traductor, de «ese gatopardesco animal –felino de formas elegantes mucho más grande que el gato doméstico– que de la naturaleza pasa a la heráldica –el blasón de la familia Salina es un león danzante–, de allí a la literatura y luego, junto al adjetivo derivado, al acervo cultural e ideológicos de nuestro tiempo».
Con todo esto, vengo a hablar de la vigencia del mensaje de esta narración, a colación del andalucismo sobrevenido del gobierno de Moreno Bonilla, evidenciado una vez más al decretar el pasado día 4 –Aberri Eguna andalucista– como el día de la bandera blanquiverde.
Antes fue el tributo anual a ese personaje tan nebuloso como es Blas Infante, y antes aún el lucimiento abusivo y artificial de la enseña de colores almohades en los mítines del Partido Popular.
Juanma, como yo mismo, no cree en el andalucismo político –eso es una bobada racista–, pero sí en el autonomismo –¡somos españoles de Andalucía!– aunque probablemente ambos conozcamos mejor y queramos más Andalucía que cualquier cateto iluminado de Adelante que no ha salido de Puerto Real.
Su gobierno ha sido muy listo –peneuveizándose para perpetuarse, hacerse hegemónico en el sur– agarrando la bandera y poniéndose en primera fila de estos actos simbólicos que son chucherías –que a un ejecutivo adulto ni le supone ni le cuesta nada– con las que se tiene calmaditos a la oposición y se amplía y consolida la base electoral matizando las políticas económicas de derechas con las baratijas culturales populistas y nacionalistas a las que tanta importancia da la izquierda.
Juanma sabe que para mantenerse en el poder hay que ser más papista que el Papa –aunque no seamos creyentes–; la 'revolución' cultural andaluza es mejor que la piloten quienes no creen en ella, amortiguando su impacto y beneficiándose de la misma por otro lado, que renunciar a la simbología andalucista para que les cueste el gobierno y encima la revuelta la comanden los fanáticos de Teresa Rodríguez y compañía.
Juanma es Don Fabrizio; San Telmo, la Casa de los Salina, y todos estos dogmáticos andalucistas de nuevo cuño son las hordas garibaldianas. Hay que cambiarlo todo para que nada cambie, y en ello están. Por supuesto, para hacerlo más de aquí, el Gatopardo lo cambiamos por un lince ibérico: El Lincepardo.